Era a la entrada cuando todos nos arremolinábamos junto a la valla del gallinero y luego en el patio del gran ciprés, y hablábamos de la cosas que pasaban. Y donde él siempre presumía de saberse la lección. Siempre decía sabérsela, pero era imposible oírla de su boca. Quizás para que otros no aprendieran lo que él sabía, por mera competencia. El caso es que cuando le preguntábamos por qué, dudando un tanto de su reputada sabiduría, siempre respondía: No quiero gastar saliva.
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