lunes, 18 de febrero de 2013

el salar de uyuni


Me levanto muy temprano para arreglar los asuntos pendientes. Cobro a la compañía los 50 bolivianos, no sin cierto esfuerzo. Realiso cheques de viaje. Compro un paquete obligado de carro cuatro por cuatro y chófer-mecánico-guia por unos 75 euros persona. Como nuestros macutos son pequeños viajan con nosotros, en la baca. Mientras cargan y organizan, desayunamos en una pizzería. El pueblo está lleno de turistas vagando con grandes mochilas a las espaldas, especialmente en la calle peatonal arbolada donde se encuentran la Alcaldía y el reloj. A las once estamos de camino. Dos parejas de franceses y nosotros. Me pillo el asiento del copiloto, ventajas de estar gordo.



Primera parada: Cementerio de trenes ingleses. Filas de locomotoras de vapor averiadas, abandonadas y oxidadas. Efecto onírico, chocante. La primera línea de Bolivia fue Uyuni-Antofagasta, en 1899, con trenes cargados de plata de las minas de Huanchaca. Los turistas se vuelven locos y se lanzan, trepan, suben a los tejados, levantan los brazos y gritan. Luego, en unas pobres casas de sal, una cholita nos explica como se calienta ésta en un horno, cómo se muele y finalmente se envasa.


Entrada al salar: Acojonante correr con el coche sobre el agua y la sal. Pedimos parada. Nos descalzamos y pisamos en esa extraña agua. Curritos amontonan la sal. En el horizonte montañas azules volando, algún efecto hace que se queden a un palmo del suelo y que se redondeen sus extremos de tal forma que los picos pequeños quedan como piedras esféricas en suspensión. El coche se va llenando de sal, se va cargando sus circuitos eléctricos, que hay que revisar diariamente. De aquí se saca sal de mesa y litio para las baterías.


Noventa kilómetros a gran velocidad. Estamos en un círculo blanco delimitado por el horizonte. A la derecha una montaña azul que va haciéndose mayor: el volcán Tulupa. Sandro saca una bolsita de hojas de coca y empieza a metérselas en la boca una a una. Le pido, quiero probar. No problema, hay que presionarlas despacio para crear un masa sin romper. La primera me está rica y le añado otra y luego otra. Me gusta, amarguea un poco y va produciéndote un pequeño descontrol como una caña por la mañana temprano, cierto sopor o falta de ganas de meterte en algo complicado. Una buena sensación. Yo paro aquí pero Sandro sigue y sigue hasta llegar a la Isla Incahuasi o del Inca: Filipante. Una mole de purita roca de la que salen cientos de cactus gordos y enórmeles, muchos mayores que Brábender y los demás. Algún abuelo de nueve metros y 900 años y un cadáver de doce metros y mil doscientos años, muerto en el 2007. A contraluz cogen fuerza y resulta pasmoso esa enorme colonia de totems peludos y canosos. Su madera, el esqueleto, es especialmente bonita, de un color naranja y con muchos agujeros los que permite trabajar objetos curvos, como aquí las papeleras. Es una isla rodeada de mar
blanco y las playas de un azul cian. La gente hace el tonto sobre el blanco sabiendo que se ha convertido en una silueta negra con una sombra alargada; entonces se contorsionan y forman figuras rupestres. Comemos en mesas de sal una comida simple: filete de llama y ensalada sobre quínua ( es algo entre el cuscus y el arroz que se dedica a coger los sabores de lo que le rodea). La Llama dura. Le digo a Sandro que si no le ha dado pena matar a una abuela.


Otra vez por este extraño desierto. Ahora hacia el sur. François dice que en invierno se lo recorrerá en bicicleta. Él ha venido para nueve meses a Sudamérica con su novia, él viaja en bicicleta. Va cogiendo
dinero haciendo collares y de una asociación de ciclistas a la que pertenece. Me meto otras dos hojitas para el sopor de la siesta. Llueve a mares por el sur y en las montañas del Este han encendido fuego para ahuyentar al puma. Cogemos un camino de tierra elevado para poder salir del salar. En los bordes se hace barro porque la capa de sal es muy fina y los coches se quedarían atascados. En el interior se puede correr hasta con agua, la capa de sal llega a los once metros. Lunares de piedra forrada de moho verde y más allá cultivos de quínua. Y aún más: San Juan del Rosario. Un pequeño pueblecito con un hostal de sal donde paramos. Está hecho de bloques de sal unidos con sal. El suelo es de sal en granos, como arenilla blanca, y las puertas son de madera de Cactu. Los poyos de las camas son de sal, y las mesas, y las sillas, y hasta la barra del bar. Sólo el techo se salva. Nos dan una habitación doble, nos duchamos, nos sacan unos mates y luego la cena con vino de Argentina no demasiado bueno. Pollo con quínua y papas. Charlamos con los franceses y luego me salgo a fumarme un cigarro bajo este cielo que asusta de las estrellas que tiene y tan vivas. Creo que en España lo echaré mucho de menos.

Magnífico video del salar y desiertos, lagunas y volcanes colindantes

2 comentarios:

  1. Magnífica serie. Me fascinan la expresividad de trazos tan gruesos y el control de los grises.

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