sábado, 2 de febrero de 2013
lago titicaca
Me despierto temprano con el sonido de la lluvia. El chico de recepción dice que aquí sólo llueve por la noche. Todavía se oye la música por las calles. Vamos al puerto y montamos en un barco turístico. El lago es una pasada, hay agua hasta el horizonte. Allí, al fondo, picos nevados. Vamos a las islas de los Uros, indios muy antiguos y de lengua propia que viven en unas falsas islas construidas por ellos mismos a base de bloques de raíces de juncos de totora, sobre los que ponen juncos cruzados, a razón de una capa semanal, para aislarse de la humedad. Son islas flotantes en que todo es de junco: las casas, los almacenes, las barcas, los juguetes de los niños, la artesanía que nos venden a los guiris y la propia isla donde viven. Cada familia vive en una casa y en cada isla cuatro a cinco familias. Tienen una torre para comunicarse con otras islas y todas juntas forman una comunidad con una isla más grande donde están los servicios comunes: escuela primaria, oficina de correos... Lo más curioso es que al ser todo vegetal tiene una fecha de caducidad. A los doce años hay que hacerse otra isla. Nos habla la autoridad, desgraciadamente en aymara, su lengua se está perdiendo.
De allí vamos a una isla de verdad: Taquile. Los indios que aquí viven lo llevan haciendo desde siglos y sin mezclarse. La Unesco declaró su cultura como Patrimonio de la Humanidad, porque mantienen sus tradiciones ancestrales: sus vestidos con sus referencias de estatus, sus danzas, su gastronomía, herramientas, etc. La cosa es que toda la isla es como un pueblo donde cada casita tiene su terreno en terrazas unidas por un camino empinado de piedras y una pequeña plaza con su iglesia (se casan por la iglesia y al día siguiente por su rito en que se cambian el tipo de gorro; también viven un periodo de convivencia antes de casarse) y unos arcos de donde parten los caminos.
Entonces uno se ve en un camino de cantos, rodeado de huertas, con el agua allí abajo y los torrentes bajando, grupos de eucaliptos, un fuerte olor a menta (con la que hacen infusiones), corderitos por allí, niños jugando por allá, unas señoras con pañuelos negros tumbadas en el pasto tomando el sol, un grupo de solteros charlando (con sus gorros y fajines rojos). Todo el mundo de aquí para allá y nosotros saludando en castellano. No resulta fácil comunicarse aunque sí con las niñas que se acercan a verme dibujar a su amiga Rosa. Es una isla sin hoteles, sin cemento ni hormigón, en que la Naturaleza rebosa y se está muy a gusto.
Volvemos al hotel. Nos espera el pintor Benigno, que me regala unas cuantas postales de sus cuadros puntillistas, donde representa los dioses cantarines y danzarines del Titicaca, con muchas curvas y descomposiciones geométricas, que dice haber recogido del maestro Picasso (aunque la técnica es más de Seurat, todo de puntitos de tintas de colores). Quedamos para ver mañana los originales, pues ya estamos cansados. Llueve y Beni no tiene ganas de salir.
Sobre los Uros aquí.
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