Dormimos de un tirón hasta que amanece. Me asomo a la ventana. Enfrente, una montaña bien alta hecha de casas, unas encima de otras. Todo color ladrillo, alguna suelta amarilla o turquesa fuerte. Sobre la cresta, mogollón de antenas. Como una catarata de casas desde abajo. Hay mucho tráfico, pero no de coches particulares sino de buses y combis. La calle está muy tomada. Contamos veinte líneas de combis y tres de buses que pasan por la puerta del hotel. Desayunamos en la sexta planta, con vistas a la cascada. El salón es también sala de bailes decadente, con luces de colores y bola de espejos.
Bajamos Santa Cruz, tiendas alucinantes para la Pachamama. Semillas y plantas secas para el humo, fetos de llama, muñecos de azúcar... todo como de brujería. Quisiera encontrar coches de latón, nos mandan al final de la calle Camacho, a la Feria de las Alasitas, que dura hasta el 16 de este mes. Allí se venden todas las miniaturas posibles para las ofrendas. Plaza de Murillo, Palacio Legislativo, Catedral neoclásica con coronas fluorescentes sobre los santos y el Señor de la Columna. En la calle Comercio, impresionante papelería Gisbert y Cía, catedral de la burocracia kafkiana (viejos mostradores de madera, cajas, estanterías y rancios dependientes con manguitos). En la misa de la Merced el cura dice: Dios ha escogido a los débiles para confundir a los fuertes. Al fin de Camacho está la hondonada de lo que fuera el Zoo, ahora llena de puestos de miniaturas de cualquier cosa que exista en el mundo, para hacer ofrendas a la Madre Tierra, la gran divinidad. Los bolivianos pensamos que todo esto se hará grande, será de verdad, nos cuenta la tendera. Le compro cochecitos de yeso, de cartón, de azúcar, de latón, de madera.
En Correos, me hacen un paquete con el cuaderno terminado (las de hoy son las últimas páginas) y los coches. Sobre la caja de cartón, cosen un saco de arpillera y pegan una etiqueta. Hacen comentarios sobre el contenido: ese carrito lo hacen en la cárcel.
Los lustrabotas son los intocables de La Paz. Todo el mundo los mira con desprecio. Y con miedo porque llevan pasamontañas y sólo se les ven los ojos. Es una parte de su vida que prefieren que nadie conozca. Le pregunto a uno de ellos por qué lo llevan. ¿Quieres lustrarte las botas? me dice.
Cenamos codornices a la brasa cobijados de la lluvia. Sólo hay parejas de chicos en este sitio. Después tomamos mate de coca en un café calentito y puesto, donde sólo hay parejas de chicas. A las diez hay un llamado de emergencia a la zona sur de La paz, el río está a punto de desbordarse. El general Uría pide que los ciudadanos tomen altura con sus animales. Me dejo el cuaderno nuevo en el café. Preguntamos a las combis que suben si pasan por Max Paredes. Nos hacen hueco en una llena. Se cierran los últimos puestos callejeros. Un hombre carga con todo el quiosco (un restaurante) a las espaldas, atado con una cuerda a su cuerpo y con una bombona de butano en la mano, bajo la lluvia. Un chaval empuja un carro lleno de limones, tapado bajo un plástico. Ruedan cáscaras de higos chumbos, bajan flotando sobre el agua.
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