Toni dice que no había estado tan nervioso desde que hizo un exámen. No he pegado ni ojo, dice. Somos tantos este año que nos llevan en dos coches al tren. Toni no para de contar cosas antiguas. Luego, no para de decir que es feliz desde que sabe que la mochila puede llevársela un taxi bajo pago. Comemos muy pronto al lado de la estación de Chamartín. Un buffet de comida industrial. Comemos mucho; pero eso no impide que nos comamos una barra de lomo de Los Pedroches en el bar del tren a Bilbao.
Paisaje de rastrojos amarillos y una línea verde de álamos en los ríos. La meseta. Horribles casas iguales al entrar a Valladolid. La cosa cambia llegando a Miranda. Montañas verdes y rocas, ríos. Atravesamos el Ebro y una estación con un porche precioso de hierro forjado con maderas rematando los bordes. Qué estación tan bonita, dice una señora de Madrid. Pues su trabajo les ha costado mantenerla, dice el revisor, que se fuma un cigarro fuera. Los carteles y barandillas de los vomitorios molan.
Ahora todo es otra cosa. Verde, montañas, ríos, huertas junto a las vías, casas de piedra. Llegamos a la estación de Indalecio Prieto, en Bilbao. Bajamos a la ría, la Plaza Arriaga con su teatro, las siete calles, el mercado de 1929, San Antón. Bebemos algo en la calle Somera, donde los chavales charlan y beben sentados en el suelo. Cogemos después este metro horrendo como bunker fascista, aunque bien terminado, de hormigón. Llegamos a Portugalete, donde dormiremos apaciblemente para mañana empezar temprano, recordando el fuerte olor a serrín de sus calles.
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