lunes, 16 de julio de 2012

camino de santiago: santander




No quiero extenderme. Alguien parece que vio un esbozo de sonrisa en la ursulina recepcionista y logramos, en esa pequeña grieta, colocar los macutos. Y entonces apareció Santander. Sólo diré lo que me ha gustado de aquí: Los troncos gordos de los tarayes. Que Menéndez  Pelayo duerma eternamente con dos gruesos libros de almohada y los capiteles de jorobados y bichos raros con cabezas humanas, también en la catedral. La Valdepeñera en San Luis y su simpática camarera que me trae una bandeja de tapas a escoger. Su suelo de mosaico rojo. La comida de menú de La Montaña. El local del café bar El Sol y también las casas de la calle del Sol (y aquellos azulejos con la efigie de Cleopatra). Los peces de piedra del mercado municipal de Puerto Chico. Las puertas correderas de madera de cocheras antiguas y talleres. Las casas de madera de la calle Barcelona. Los churros de Los Picos de Europa y esas maderas cruzadas en su fachada. El bar Canela y la dulzura de Corinne, que además me regala un refresco. Los bulevares a la portuguesa. Los letreros de metacrilato de los años setenta. Los coros de hombres cantando si tu me dices ven. Esas maderas desgastadas que enseñan su ropa interior. Las palmeras en solares deshabitados. El cine Los Ángeles. Y aquella niña que jugaba saltando baldosas mientras los marineritos presumían de consolas, de todoterrenos, de barco, de moreno y de ropa cursi y ñoña.

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