Porque siempre era de noche cuando lo entendía todo. Cuando se daba cuenta de todo. Era por las noches cuando creía comprender los porqués de algunas contestaciones, de algunas miradas. Y cuando llegaba a las conclusiones que los demás parecían alcanzar con tanta facilidad, sin mayor problema. Sólo cuando se quedaba sola y podía respirar, sin llamadas ni consultas, se veía en condiciones de parar y considerar las circunstancias de su trabajo. La conversación con un colega durante el desayuno en la cafetería o en un restaurante a la hora de la comida. Lo que se le había sugerido en un vagón de tren. La advertencia que le habían soltado en el pasillo que conducía a la nueva sala del centro de exposiciones. Sólo cuando dejaba de hablar, de objetar, de sonreír, de estar frenética, alcanzaba a descifrar los misterios del día. Con una comprensión que no se presentaba de la mano del razonamiento ni de la argumentación, sino de la simple iluminación. La revelación que se desplegaba ante ella como un auténtico prodigio. Como un chispazo de clarividencia en un intervalo de lucidez. Una euforia que aparecía de repente, sin su intervención, y con la que podía juzgar lo que se le había dicho, lo que había visto, tras una especie de resplandor que se desenvolvía ajeno a su voluntad. Que aparecía de pronto, sin más, cuando. se relajaba y podía suavizar la rigidez que la dominaba a todas horas. Si lo explicaba así era porque así lo consideraba y así lo sentía.
Ahora volvía a hacerse de noche y quizá lograra entender algo.
Pilar Adón en De bestias y aves. Galaxia Gutemberg. Barcelona 2022
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