Nunca puedes seguir el camino que usa todo el mundo, siempre tienes que complicarlo todo, me reprocha mientras sigue mis pasos forzada, sin ninguna convicción, atravesando el barrio del Pozo a través de patios, corredores y casas bajas, como en una carrera de obstáculos. Trato de quitarle importancia. Le digo que solo hay que llegar a una parada de autobús o una boca de metro. Afortunadamente encontramos una especie de paso de gente. Vemos sus cabecitas, como una procesión de hormigas, y nos acercamos al sitio. Es un atajo que cogen por una valla rota que llega a una estación. Al rato, la cosa se complica y hay que hacer un poco de contorsionismo entre maderones para llegar a las vías. Un pequeño tren de cercanías empieza a resoplar y moverse. Las puertas ya están cerradas y la gente se sube encima. Nos acoplamos sentados entre dos vagones, pero son de plástico y todo parece inestable y escurridizo. Un señor nos dice que no hay problema, que solo hay que agarrarse a unos tornillos que sobresalen mientras nos los muestra. El tren da un pequeño tirón y me escurro sobre ella, que cae.
Al llegar a la estación veo un cajón lleno de pomadas hidratantes. Los tubos abiertos y pisoteados, todo embadurnado. Busco la suya. La encuentro vacía, espachurrada. Me temo lo peor. Me acerco corriendo a las vías. Allí está ella, de espaldas, discutiendo con el factor. Cuando se da la vuelta, veo que tiene toda la cara llena de sangre. Apenas se entreven sus ojos entre el amasijo rojo. El factor me dice que se ha roto la nariz.
Ella tiene razón, arriesgo demasiado. Siempre tiro de la cuerda hasta el límite, hasta que se rompe.
Una viajera se interesa por su herida, la mira frente a frente y empieza a tocar, pero una señora que se identifica como procuradora nos dice que tiene que ponerse en manos de un cirujano.
Vamos a urgencias. Mientras está dentro, yo dibujo una familia de gitanos que forman mucho barullo. Empiezo por los niños, que no paran, y sigo con los barbudos. Me ruboriza dibujarlas a ellas, con esos enormes escotes, y las miradas celosas de sus hombres. Afortunadamente, ella sale pronto; limpia y con unos puntos en la nariz. No se ha roto el tabique. Contaba con esa posibilidad. Cuando se rompe, el dolor es insoportable. Solo ha sido un desgarro.
Su cara es un poema, pero no de amor.
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