Más allá de algunos cientos de millones que no te puedes ni comer, ni consumir, y ni siquiera logras contar, lo que cuenta en realidad es el poder. El deseo de ejercer un dominio irrestricto sobre tus semejantes. Ello exige tener a tu servicio una recua de esbirros incondicionales. Para eso sirve el dinero.
El intercambio (de mercancías) tiene su historia. Pasó por diferentes fases. Hubo una época, como en la Edad Media, en la que solo se intercambiaba lo superfluo, el excedente de la producción sobre el consumo.
Hubo otra época en que no solo lo superfluo, sino todos los productos, toda la vida industrial pasaron al comercio, en que toda la producción dependía del intercambio.
Vino por fin una época en que todo lo que los hombres habían mirado como inalienable devino objeto de intercambio y de tráfico, y podía enajenarse. La época en que las cosas que hasta entonces se comunicaban, pero no se intercambiaban; eran donadas pero nunca vendidas; eran adquiridas pero nunca compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, consciencia, etc.– todo en suma, pasó a la esfera del comercio. La época de la corrupción general, de la venalidad universal, en donde, para hablar en términos de economía política, la época en que cada cosa, moral o física, devenida valor venal, fue llevada al mercado para ser apreciada en su justo valor.
Mira alrededor y lo ves ante tus ojos encandilados: se venden leyes, mejor aun, se venden legisladores. Congresos enteros. Se alquilan y/o se pignoran gobiernos y jefes de gobierno. Se negocian lealtades y principios. Las convicciones fueron sustituidas por los intereses. Eminentes hombres y mujeres públicos –en el peor sentido de la palabra– aseguran sin sonrojarse que en ello no hay nada ilegal. Antaño los partidos políticos producían ideas: ahora producen dividendos.
Los acumuladores de dinero disponen de un vasto mercado en el que pueden usar la riqueza –que no pueden consumir de otro modo– comprando políticos. O comprando el poder. O ambos.
Luis Casado en kaosenlared
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