martes, 27 de junio de 2017

el chancho colorado




En la década de los 1890, una versión grosera de la teoría de Darwin, que antes había germinado en la Patagonia, volvió a ésta y pareció alentar las cacerías de indios. El lema "la supervivencia de los más aptos", un winchester y una canana hicieron arraigar en algunos cuerpos europeos la ilusión de que eran superiores a los cuerpos mucho más aptos de los nativos.

Los onas de Tierra de Fuego habían cazado guanacos desde que Kaux, su antepasado, había dividido la isla en treinta y nueve territorios, uno para cada familia. Las familias reñían, es cierto, pero casi siempre por cuestiones de mujeres: no se les ocurría expandir sus fronteras.

Entonces los blancos llegaron con un nuevo guanaco, la oveja, y una nueva frontera, el alambre de espino. Al principio los indios paladearon el sabor del cordero asado, pero pronto aprendieron a temer al guanaco más grande, de color marrón, y a su jinete, que escupía muerte invisible.

Los robos de ovinos que practicaban los onas amenazaban los dividendos de las compañías (en Buenos Aires, el explorador Julius Popper habló de sus "alarmantes tendencias comunistas"), y la solución aceptada consistió en reunirlos y civilizarlos en la misión... donde morían por el uso de ropa infectada y víctimas de la desesperación del cautiverio. Pero Alexander Mac Lennan aborrecía la tortura lenta: ésta ofendía su espíritu deportivo.

En su juventud, Mac Lennan había trocado las pizarras húmedas de Escocia por los horizontes ilimitados del Imperio Británico. Se había convertido en un hombre robusto, con facciones chatas enrojecidas por el whisky y los trópicos, cabello rojo claro y ojos que despedían destellos azules y verdes. Fue sargento del ejército de Kitchener en Omdurman. Vio dos Nilos, una tumba abovedada, chilabas remendadas y a los "cabezas lanudas", hombres del desierto que untaban su pelo con grasa de cabra y que se tumbaban en el suelo bajo las cargas de caballería y despanzurraban a los caballos con cuchillos cortos de hoja curva. Quizás ya entonces se dio cuenta de que los salvajes nómadas son indomables.

Dejó el ejército y lo reclutaron los representantes de José Menéndez. Sus métodos fueron eficaces donde los de su predecesor habían fallado. Sus perros, caballos y peones lo adoraban. No se contaba entre los administradores  de estancias que ofrecían una libra esterlina por cada oreja de indio: él prefería ocuparse personalmente de la matanza. No le gustaba ver sufrir a los animales.

En los campamentos de los onas no faltaban los traidores. Un día, uno de éstos, que estaba resentido con su congéneres, le informó de que un grupo de indios se dirigía hacia la colonia de focas del cabo Peñas, al sur de Rio Grande. El Cerdo Rojo y sus hombres vieron desde los acantilados cómo la playa se saturaba de sangre y cómo la marea creciente obligaba a los indios a colocarse a tiro. Ese día mataron por lo menos a catorce.

-Es un acto humanitario, exclamó el Cerdo Rojo, si uno tiene cojones para ejecutarlo.


Pero los onas contaban con un arquero veloz e intrépido llamado Täpelt, quien se especializaba en liquidar asesinos blancos con fría justicia selectiva. Täpelt rastreó al Cerdo Rojo y un día lo encontró cazando hombres junto con el jefe de la policía local. Una flecha atravesó el cuello del policía. La otra se hincó en el hombro del escocés, pero éste se recuperó e hizo montar la punta de flecha en un alfiler de corbata.

El Cerdo Rojo encontró su castigo en el alcohol de su propio país. La familia Menéndez lo despidió porque estaba borracho día y noche.Él y su esposa Bertha se recluyeron en una cabaña de Punta Arenas. Murió de "delirium tremens" cuando promediaba la cuarentena.

Bruce Chatwin, En la Patagonia. Ediciones Península, 2016. Traducido del inglés por Eduardo Goligorsky en 1987.





Cuando los Selk'nam empiezan a atacar a las ovejas, José Menéndez da la orden de acabar con ellos. Lo hacen primero disparándoles directamente para exterminarlos, y con las mujeres y niños se produce una cacería. Los van cazando para después ofrecerlos en plazas públicas. Todo esto es muy posterior a la exhibición de indígenas como piezas de circo, en lo que se llamó "zoológicos humanos".

La familia Menéndez, especialmente José Menéndez, fueron los instigadores de la matanza. José Menéndez puso como capataz y como administrador de su estancia a un escocés de nombre Alexander Mac Lennan (El chancho colorado), quien fue el mayor matador de indígenas y reconocido por él mismo. Él recibía órdenes directas de José Menéndez, era su empleado.


Por cada indígena muerto, Menéndez pagaba una libra esterlina, de modo que en la fortuna que alcanzó a tener este escocés podría incluso calcularse la cantidad de indígenas asesinados y que, de acuerdo a las versiones de otros historiadores, podría estimarse en varios cientos, si no miles. Cuando se retiró Mac Lennan, José Menéndez le regaló un carísimo reloj en agradecimiento por todos esos servicios.

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