A esta hora, los pocos transeúntes que pasean por el cruce formado por la Castellana y la calle de Alcalá observan con asombro cómo una bandera sube lentamente por el mástil del Palacio de Comunicaciones. La bandera que sube por el mástil es la bandera republicana. La noticia corre como una exhalación y una riada de gente sale de los cafés y los establecimientos colindantes a ver la bandera. La noticia llega enseguida al Hotel Palace, donde en aquel momento estaba yo hablando con mi viejo amigo Azcoaga, maître d'hôtel de la casa, personaje alto y voluminoso, vestido con un redingote impresionante, unos pantalones a rayas y unos zapatos de un lustre funerario. El hall del hotel se vacía en el acto. Le propongo a Azcoaga que se ponga una americana y se venga conmigo a participar del espectáculo. Respuesta negativa. Me dice que estas cosas, para él, no tienen importancia; que él se debe a la casa. «¡La casa es la casa!», suelta con una severidad dogmática. De modo que salgo del hotel, y por la acera del palacio Esquilache, Castellana arriba, llego al cruce en cuestión. Me encuentro con gran cantidad de gente, más bien pasmada, que mira la bandera izada. Me da la impresión de que no tienen una idea muy clara de la bandera republicana. La bandera permanece inmóvil, porque no hace viento y la tarde está clara y magnífica, primaveral. La banda morada, que según mis lecturas proviene de los comuneros de Castilla, queda ahogada por el rojo y gualda. ¡Llevábamos tantos años viendo la otra! En Barcelona, gracias al lerrouxismo, quizá tuviéramos una idea más clara del símbolo republicano. En Madrid, la cosa era más vaga. En una población de funcionarios, la bandera del sueldo es siempre la que cuenta con mayor aceptación.
En el cruce hay mucha gente. El volumen aumenta a cada instante. Nadie sabe qué hacer. ¿Dónde estamos? Hasta las cuatro de la tarde, la gente permanece perpleja y flotando. En ésas, como un reguero de pólvora en el hormiguero humano, circula la noticia de que la bandera de Correos representa lo que pretende simbolizar, a saber, que el poder ha caído en manos del Gobierno provisional. De la perplejidad inicial se pasa rápidamente al entusiasmo. Ha bastado un segundo. Una vez constatado el hecho, veo que el enorme gentío tiene tendencia a subir por la calle de Alcalá, hacia la Puerta del Sol. La cosa está consumada.
Perdido en medio del hormiguero, observo cómo el comercio se apresura a destruir y esconder los símbolos monárquicos. Los comerciantes, proveedores de la Real Casa, las tiendas con el escudo real, los hoteles, las fondas, los teatros y los restaurantes que tenían o aspiraban a tener el nombre ligado al régimen caído, hacen desaparecer, con una diligencia admirable, las insignias y los nombres considerados comprometedores. En el Hotel del Príncipe de Asturias, Carrera de San Jerónimo, veo una bandera republicana sobre la palabra «Príncipe» del letrero de la calle. El establecimiento se ha convertido, de forma instantánea, en Hotel de Asturias. Esto me ayuda a comprender un poco más Madrid. No es solamente una ciudad de la gran aristocracia andaluza, de los funcionarios, de los albañiles y peones del sindicato de la construcción, afiliados a la Casa del Pueblo; también es una ciudad de pequeños comerciantes, muy vivarachos, como acostumbraba a decir el obtuso señor Metasanz.
Vuelvo a la Puerta del Sol. La circulación por el centro de Madrid transcurre con total libertad. En las llamadas bocacalles hay parejas de la Guardia Civil a caballo. Las parejas están mano sobre mano y los caballos permanecen en la más absoluta inmovilidad. Constato la llegada al centro de la ciudad de oleadas y más oleadas populares provenientes de los suburbios. En todas las calles que convergen hacia el centro de Madrid, el número de banderas republicanas va en aumento. ¿Estaban tal vez escondidas? ¿Las hicieron tal vez en un santiamén? Un grupo arrastra un busto de yeso de Primo de Rivera, con una cuerda atada al cuello. El yeso aguanta poco y la cara está deformada. El entusiasmo, pese a la relativa discreción producida por la sorpresa del acontecimiento, no cesa de crecer, sube por momentos. Se empiezan a oír las primeras notas de La Marsellesa. Después, constato que un grupo de ciudadanos comienza a entonar el Himno de Riego. El pueblo ignora ambas canciones. Desafinan. El conocimiento de la letra es escaso. Cantan mal. Da igual. Ya lo harán mejor más adelante. Entre los obreros de la construcción el himno más conocido es la Internacional, aprendida en la Casa del Pueblo. La severidad de este himno se transforma en Madrid en una cosa atenorada, con algún que otro gallo. Sin embargo, todas estas composiciones impresionantes son abandonadas rápidamente. A las musiquillas de moda, que la gente sabe bordar sin ningún género de dudas, se les pone espontáneamente una letra adecuada a los acontecimientos. Así, oigo canciones cáusticas sobre el Rey, la Reina y el general Berenguer. Chiquilladas que no alcanzan nunca la vulgaridad. Todos los que miro siguen con cara de monárquicos. En esto, aparece una profusión de retratos de Galán y García Hernández. Los gritos de «viva» y de «abajo» son innumerables. Todo coge un aire de verbena triunfante, un aire de alborozo franco y desenfrenado, sólo que es una verbena política. La gente se abraza, grita, suda, canta. Un ciudadano cualquiera, pacífico y retirado, su señora o su hija, pueden echarse a los brazos de otra persona completamente desconocida y extraña.Como en todos los espectáculos de masas, las posaderas del sexo femenino pueden ser más o menos tactilizadas por personas que nada tienen de republicanas. Pasan sobre la multitud ráfagas de entusiasmo cívico que determinan movimientos de enternecimiento humano. «¡Un día es un día! Después, Dios dirá...», oigo decir a algunas mamás. En ésas, personas desconocidas y de vaga procedencia asaltan los taxis y camiones que han tenido la desgracia de hallarse en el centro de Madrid en estas horas de amontonamiento humano, y emprenden un carrusel endiablado por las calles que durará hasta mañana a la misma hora. El ruido producido por los motores de explosión de esta procesión altera un poco la sangre de los caballos de las parejas de la Guardia Civil situadas en las bocacalles. Los caballos se impacientan y se agitan. Se produce un momento de expectación. Un momento, tan solo. Los guardias dominan a sus caballos y siguen indiferentes en las esquinas, mano sobre mano.
Josep Pla.
A algunos la única bandera que nos identifica es la de algo que no existe. Quizá la amemos porque aún está clavada en algún territorio de la Arcadia. Me pregunto si nos seguiríamos sintiendo igual de identificados si llegara a ser real.
ResponderEliminarNo soy amigo de las banderas, pero sí una historia que pudo ser.
ResponderEliminarDe lo que fue realmente ya hemos tenido bastante.