domingo, 11 de noviembre de 2012

donde claude, cuaderno de madrid (4)


Ya era de noche y aquel luminoso no tenía nombre. Claude ponía digestones sin piedad, a veces liaba un cigarro y abandonaba el bar. Entonces buscábamos un nombre y Alfonso echó el duro a la Rey de diamantes. Llegó un grupo de franceses y se pusieron a dibujar en mi cuaderno como si fuera el libro de visitas. La máquina no paraba de hacer ruido y dar partidas, sin hacer falta, ni trampas. Todo el mundo rodeó esa preciosa máquina de madera lacada de blanco con esos diamantes azules y rojos. Yo ya había perdido el norte, salía de charleta con Isabel y Pacheco mirando el viejo colmado y esa calle sin nadie llena de charcos y brillos. Alfonso acababa de batir el récord de su hermano, cinco horas con un duro, y se iba inflando como un globo. Aparecieron los periodistas y aún seguía jugando. Algunos le preguntaban incordiando con el móvil. Las portadas de los periódicos digitales sacaban titulares en gruesas letras negras: Mi vida era esa. Finalmente, y como siempre, los reporteros construyeron la noticia imponiéndose a la vida: aquella última bola infinita se escondió tras los micros y no se pudo salvar. Seis horas con un solo duro pasó a los titulares. Alfonso estaba abatido. Los franceses lloraron en francés. Claude recordó sus años de Senegal, sus años de París sin parar de sonreir. Los reporteros querían poner un nombre en aquella sábana de luz insolente. El cuaderno cogió vida propia y manchaba sus páginas de barro. Yo era un puto descerebrado se le oyó al héroe entre burbujas de tónica con lo que parecía una feliz nostalgia. Y salimos despacio haciendo sombras sin nombre en una calle sin nombre aquella innombrable noche de algún año.

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