lunes, 7 de abril de 2014

laoag

Duermo con tapones, pero me despierto a las cinco con un fuerte dolor conocido. Es sin duda un cólico nefrítico. Un albañil se pone a picar en mi riñón ¡qué nochecita! Me drogo con Buscapina y unos gelocatiles.
Taxi. Aeropuerto. Mola el desayuno a pesar de ser un aeropuerto. Es un airbús pequeño. Enseguida llegamos a Laoag. El aeropuerto es de ladrillo y con una sola planta. Dejamos las cosas en el Hotel La Elliana y luego visitamos el Museo de Ilocos Norte, que parece un granero o un secadero de tabaco, muy agradable. Es una casa típica ilocana, de paredes de madera sobre una base de ladrillo. Tiene sus muebles, herramientas, cestos, vasijas. Dibujo distintos tipos de gorros. Los típicos salakot, payab y otros hechos con calabazas. Compro uno de estos últimos para no pillar una insolación.
Lo curioso de la iglesia de San Guillermo es que el campanario está a ochenta metros para que en un terremoto no cayese sobre ella, bastante impresionante, escalonado como un zigurat, y lleno de hierbajos. Hay un monumento de agradecimiento a Alfonso XII por el destancamiento del tabaco. Casas preciosas de madera y ventanas con piezas de nácar.

Laoag es un pueblo ruidoso y lleno de humo por culpa del mogollón de jeepneys y motos con sidecar que circulan por las calles. Los conductores llevan un paño que les libra del sol y les tapa la nariz y la boca. Comemos en La Preciosa, con un buen surtido de platos ilocanos. Riquísima la sopa de espárragos y el pescado. Es una casa de madera con los nervios dentro, suelo de grandes tablas desgastadas y grandes ventanales en cuadratines con nácar en vez de cristal.


Al atardecer paseamos por la ciudad, entre viejas casas de madera. El billar, la bolera. El ataúd blanco en un entierro en la preciosa calle Benaluna. Nos sentamos en una terraza con el sonido de tenedores y platos de unos jovencillos pijos que presumen de aparatos electrónicos a la última. Bebemos ice tea con unas tapas de calabaza y témpura. De postre unas rodajas de mango delicioso. La cuenta no llega a los dos euros.

Los padres les dedican mucho tiempo y cariño a los niños. Aquí nunca estorban, son una bendición. Juegan, disfrutan y ríen juntos. Da gusto verlos. Lo que no da gusto es verlos trabajar tan pequeños.

Disfruto con las huellas del tiempo sobre las cosas en uso. Lo que tanto odiaba de los europeos, que las cosas se cambien con la primera abolladura o grieta, como si ya no sirvieran para nada porque no tienen una apriencia nueva, se ha instalado también en nuestro país. Aquí los suelos están gastados, las maderas repintadas, el escay de los sillones rotos... lo propio del uso. Es entonces cuando adquieren su máxima belleza.

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