jueves, 7 de febrero de 2013

otro día en la paz

























Cuando amanece ya están descargando las camionetas ahí abajo. No hacen otra cosa que trabajar. Bajar de El Alto, montar el quiosco, trabajar todo el día y, por la noche, volverlo a desmontar y subir otra vez. Vida de esclavos, la gran ciudad, el progreso.

Decidimos viajar por la noche en bus cama hasta Sucre. Vamos a la Terminal. Como coches, combis y buses van en sentido contrario, tenemos que bajar andando y cargados de mochilas entre el mogollón de gente, un frenético hormiguero. Casi piso unas gafas en el suelo, alguien desde ahí abajo me golpea en la pierna para que no las pise. En la plaza intentamos coger un taxi. Compartimos uno hasta la Terminal. Cuando voy a coger la cámara veo que ha desaperecido. El viejo truco del almendruco: alguien pone las gafas en el suelo y luego, agachado, me golpea en la espinilla repetidas veces. ¿Qué pasa? le digo, viendo las gafas, ¡no las estoy pisando, vale ya! Y en el follón un socio me levanta la cámara. Han cambiado de dueño, ahora son de un capullito cabroncete. Una obligación menos.

Compramos los boletos para la noche. Visitamos el mercado negro para ver si alguien vende la cámara recién robada. ¿Dónde puedo comprar una cámara barata, de segunda mano? Me enseñan una instamatic completamente fija, ni el muñequito, la familia o el infinito para el enfoque; ni las nubes para cuando la luz no es directa. Pone automatic porque lleva un motor de arrastre. 17 euros, la compro. Otra vez la obligación.

Para movernos usamos las combis, es lo más práctico. 1,50 bolivianos el trayecto. Subimos a la parte antigua de la ciudad. Dibujo la fachada barroca india de Santo Domingo. Un loro y un guacamayo. Alguien sujetando un balcón y Dios Padre calvo y con barba extendiendo sus brazos sobre las nubes. La calle Jaén es como estar en España. Una calle estrecha de adoquines con casas señoriales de colores, con escudos. Alguna fachada historiada y balconadas de madera. Unas chicas de uniforme nos dejan pasar a un patio.

El Museo Nacional de Arte es una casa antigua con patio. Como hay tanta cuesta, el patio es como un claustro pequeño de tres plantas. La entrada está en la primera y las portadas a la calle en la baja. Hay una fuente de alabastro que parece brillar con la luz y se adivina el movimiento del agua a trasluz. Lo mejor es una muestra de arte indígena hecho con plumas de colores brillantes. Arturo Borda, Juan Rimsa y las estupendas xilografías de Genaro Ibáñez. De los abstractos, Keiko Gonsáles. La serenasa nos explica cómo funcionan los proyectores de las cajas de naranjas.


La Plaza de Murillo está radiante, la gente se sienta a la sombra en esas escaleras circulares. Sale humo que alimenta de algún quiosco. La guardia del Palacio de Gobierno ni se inmuta. Descansamos en el Café de La Paz. Una pareja juega ajedrez y unos guiris hablan de lo caro que es Barcelona. Cogemos un viejo Chevrolet a la Terminal. En la cuesta lo llena todo de humo. Me ruboriza que tanta india guapa dé de mamar a sus hijos sin ningún pudor. La Terminal es una vieja estación de tren repintada. Bancos de madera y más niños mamando. Llega nuestra viajera con anchos sillones donde poder tumbarse. Ponen First blood. Nos sobamos antes del primer muerto. Nos despiertan para cenar, bocatas. El sabor del pollo, el huevo y el tomate es tan familiar y tan fuerte que tiran de tu infancia como un sicoanalista.

Despierto, miro tras los cristales esa tremenda colección de estrellas, la luna creciente, las siluetas de las montañas... Cuando resucito, mi nueva vida tiene el cielo blanco y amarillo con nubes azulrosamoradas. Luego, el sol ilumina la punta de las montañas que resultaban ser verdes, bueno, de una tierra oscura a la que hubieran echado las pelusas de una moqueta verde. Parada en Potosí y luego barrancos. Ríos, puentes, arriba, abajo y, finalmente, Sucre.

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