Teníamos quince años e íbamos, en el mismo instituto, el de su pueblo, a clases distintas. Un día, en el cine, se sentó junto a mí y me besó aprovechando la oscuridad. Aparte de esa tarde, jamás estuve con ella, ni antes ni después. Pero siempre recordé ese beso, siempre ha tenido un hueco en mi cabeza. Sin herir, un poco lejana, entre la bruma, alejándose.
He de confesar que he vuelto a pasear por aquel pueblo. Para recordar aquel tiempo. El alboroto del recreo, el olor del parque, las calles vacías. Puede ser que para encontrármela otra vez en un bar, con su marido y sus hijas, o charlando con una vecina. Sólo por ver cómo ha crecido, quizás sólo para reconocerla.
A veces encuentro su fantasma por las calles de Madrid o su foto en la prensa, en Internet. Ella misma o alguien que pudiera ser ella. Una señora mayor, quizás de esas que toman café con las amigas en una cafetería lujosa de Príncipe de Vergara o de compras con su hija, que acaba de llegar de Londres.
Siempre la he pensado con un nivel social superior al mío, que nuestras vidas jamás coincidirían. En los garitos, oyendo música ruidosa y bebiendo botellines a morro, la imagino en la ópera. En mis bares cutres, la veo en un club, en la cafetería de un hotel multiestrellado. Siempre ha sido así. De ahí que no nos hayamos cruzado.
Siempre hasta hoy, que la vi en el autobús. Iba charlando con una amiga en el cuarenta y uno. Debía andar por los veintiocho o treinta años, más o menos. Mucho más joven que yo. Estaba sentada y me la encontré de frente mientras buscaba la salida. Su pelo rubio, esa hermosa nariz que casi había olvidado, aún llena de pecas. Los ojos claros. Mi corazón brincaba y me quedé parado, inmóvil, frente a frente, tan solo unos segundos.
Conmocionado, hueco, pero lleno de pájaros encerrados revoloteando con desesperación, salí deprisa del autobús, antes de que el conductor cerrara las puertas.
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