jueves, 24 de febrero de 2022

los escullos, la oliva milenaria y agua amarga




José Manuel, un viejo pescador, nació aquí en Los Escullos y aquí vive desde entonces, en una casita junto al castillo de San Felipe. Los del Parque han cerrado la puerta, hay poco que ver, un patio y unas cuantas habitaciones vacías, me dice. Él es de los que piensan que las restricciones del Parque Natural son malas para la economía. Piensa que los pueblos serían más grandes y tendrían su propio médico.

Paseo por las extrañas formas de las dunas oolíticas fósiles de Los Escullos. Esa especie de colmenas y otras filigranas de piedra que el agua y el viento tejen. Olor a algas y un ruido estruendoso del golpear de las olas.

Camino de Agua Amarga, paramos en el mirador de la Amatista para ver la costa zigzagueando para fundirse en la niebla. Esas grandes piedras como de hierro oxidado rodeadas de espuma. El valle de Rodalquilar especialmente hermoso tan verde en esta época, y con tantas flores amarillas. Una caldera rojiza espolvoreada de verde. Su castillo del siglo XVI, el Playazo, donde pasean los habitantes de las autocaravanas y de las tiendas de ciclistas, y el castillo de San Ramón, del siglo XVIII.

Entre La Joya y Agua Amarga, frente al kilómetro 6, a la izquierda, cogemos la rambla de Viruega hasta el famoso olivo milenario. Impresionante, de nueve metros de altura y un tronco, fruto de la unión de dos distintos, solo abarcable entre cuatro o cinco personas. Es una oliva silvestre, un acebuche de entre 1500 y 2000 años. El lugar, verde y hundido, resulta muy agradable. Aguantamos. Me hubiera echado un cigarrillo, pero el pariente de la moto solo tiene de liar. 

Paseamos por la playa de Agua Amarga hasta las cuevas-vivienda. Oh, esta luz siempre. Enfrente, el domo volcánico de la Mesa Roldán, que tuviera vías de bajada, torre de vigilancia y faro. Paseando por sus calles blancas vemos las tiendecillas de moda que abren todo el año. La dueña de una de ellas, de mirada desafiante y vestido de lana rojo, poderosa, decidida, llama mi atención y la dibujo. 

Tomamos vino de Almería en la vinoteca El Descorche, en la plaza, con tapas frías y un ambiente envidiable, y luego comemos en la terraza del restaurante Ole-aje un pez de roca a la brasa, fresquito, con un ribera, y rodeados de gatos. La sobremesa consiste en una discusión con el camarero empeñado en cobrarnos más de la cuenta. Finalmente cede y acepto sus disculpas.

Beni recuerda la primera vez que vinimos a la mina de Rodalquilar. Esa nave destartalada, junto a la iglesia, llena de pequeños sacos llenos de polvo y seleccionados por colores; muchos de ellos abiertos y pisoteados. Ahora pienso que era arcilla.

Las ruinosas casas de los mineros nos recuerdan las ciudades bombardeadas, las sirenas sonando en Ucrania. A pesar de la belleza de este valle, quizás lo más hermoso del Cabo de Gata, no puedo olvidar a los soldados rusos avanzando, los atascos de los coches intentando huir, a los niños llorando en los refugios. Una vieja película que se repite. Otra guerra. Ahora en Europa, aquí mismo, en casa. La locura.

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