sábado, 26 de febrero de 2022

el otro lado del parque





Se despierta un día ventoso y nublado. Las olas rugen. Desayunamos a lo grande y cogemos la carretera hacia el cabo de Gata y su faro. Paramos en la salinas para ver los flamencos metidos en una casilla de madera de estrechas ventanas construidas para observarlos. Ellos ni se dan cuenta. Mantienen la cabeza dentro del agua, y solo algunos la sacan cuando una bandada de numerosas gaviotas dan un poco por culo. Al otro lado de la carretera hay una larguísima playa de pequeñas chinas cuyo final no llega a verse. Paramos para ver la torre picuda y el antiguo cine del pueblo de los salineros, para tocar sus podridas tablas con tonos verdosos, azules y naranjas.

Llegamos hasta el faro. Allí abajo el impresionante arrecife de las Sirenas, que emergen como estatuas de hierro oxidado, y más abajo aún, por el camino hacia Mónsul, cala Arena, una cala nueva para nosotros desde la que se ve el Cerro de la Vela Blanca. La playa es pequeña, de unos 55 metros de longitud, de arena muy fina y dorada. Si caminas por el agua hacia adentro tardarás mucho en que te cubra. Pero lo más flipante es todo lo que lo rodea, formaciones volcánicas columnares hexagonales, de las que el viento y el agua ha ido desprendiendo adoquines que luego se han redondeado, y permanecen ahí, amontonados, como esperando una obra. El suelo que se pisa en la senda es una roca que parece enlosada con hexágonos. Este fenómeno proviene de la elevación de una lava densa que se ha enfriado. Cojo unas cuantas piedras curiosas formadas hace millones de años.

Bajamos la serpenteante carretera hasta la Almadraba, un barrio-pueblo surgido alrededor de la almadraba de las salinas. Allí, en la terraza de su bar Las orillas del mar Almadraba, logramos lo que estábamos buscando: una cerveza en un lugar tranquilo, sin viento, mirando al mar y acariciados por el sol.

Aparte del atractivo de lo nuevo, diferente y bello que pueda aparecer en un viaje, son muy importantes los momentos en que, por una concatenación de variables, nos sentimos especialmente a gusto. Tengo amigos que viajan buscando la rutina de esos momentos. Saludar al mismo camarero, beber una cerveza bajo los soportales observando la vida de una plaza, mientras se oye una marimba. En fin, alargar la felicidad. Nuestros grandes momentos en el Parque se dieron en la visita a la oliva milenaria de Agua Amarga y en el bar de la Almadraba. Esos fueron los momentos a alargar infinitamente.

Visitamos el extraño puerto de Cabo de Gata pueblo, que es la propia playa llena de barcas, como si alguien hubiera abierto el tapón, poleas de madera para sacarlas del agua y chabolas de distintos materiales y de cuyas paredes cuelgan mogollón de cachivaches para la pesca. Cosas para flotar y cosas para hundirse. En un chiringuito intentamos repetir la experiencia, pero el viento nos la arruina. El viento es nuestro enemigo.

Tomamos el café en San José. En El Duende nos sentamos junto a los ciclistas que encontramos en el Playazo. Nos saludamos. Romain, Gaetan e Ilya, su perrita, recorren España con unas bicis que tiran de unos remolques ligeros. Romain tiene un perfil para dibujar: una prominente nariz aguileña y la cabeza afeitada, con una reserva en la parte de la nuca, con una pequeña coleta. Es muy simpático y su bici es como un camión-bicicleta de cuatro ruedas donde él va sentado en un sillón. Gaetan es más agitanado, con ojos pequeños y los brazos completamente tatuados, se pasa el tiempo llamando a su perrita. Su bici lleva un carrito de bebé detrás, donde lleva a Ilya. Naturalmente, los dibujo. Y también a Asia y Gustavo, que se sorprenden con el parecido y la rapidez con que los inmortalicé. Me gusta San José porque siempre se encuentra a gente curiosa, dice Gustavo.

Descansamos en casa, tirados en el sofá oyendo el rugido de las olas. Yo trato de poner orden en mi cuaderno rellenando huecos con palabras pequeñas de tinta negra. Beni se cubre con una manta ligera y empieza a cerrar los ojos. Todavía huele a las naranjas que trajimos de Bolaños.

Para la cena quisiéramos repetir la experiencia en la vinoteca Abacería, para convertirla en nuestro bar favorito para las noches; pero está a tope y una cola de turistas de finde espera en la acera de enfrente.

Cenamos un pizza en Il Brigantino, un lugar tan grande que recuerda a un salón de bodas. La pizza de la casa no está mal para ser una pizza. Me entretengo dibujando mesas y sillas mientras unos niños cantan el cumpleaños feliz. La señora corretea de una mesa a otra y no puedo pillar su silueta con su enorme culo. Mejor, porque luego curiosea en las páginas y tengo que ceder. También lo hago con los vecinos de mesa, que el otro día también salieron en el dibu de la Abacería, según me cuenta ella con el acento ese de Doña Croqueta.

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