viernes, 29 de marzo de 2019

el llanto de la excavadora, de pasolini


Solo amar, solo conocer 
cuenta; no haber amado 
ni haber conocido. Angustia

 vivir un amor ya 
consumado. El alma deja de crecer. 
Y en el calor encantado 

de la noche que plena 
en las curvas del río y las amodorradas 
visiones de la ciudad salpicada de luces 

resuena aún de mil vidas, 
desamor, misterio y miseria 
de los sentidos, se me vuelven enemigas 

las formas del mundo que hasta ayer 
eran mi razón de existir. 
Aburrido, cansado, me recojo a través de negras 

plazuelas de mercados, tristes 
calles en torno al puerto fluvial, 
entre las chabolas y los almacenes mezclados 

con los últimos prados donde mortal 
es el silencio: pero más allá, en el Viale Marconi, 
en la estación del Trastevere, parece 

dulce todavía la tarde. Vuelven en sus motos 
ligeras a sus afueras, a sus barrios, 
con mono o con pantalón de trabajo, 

pero bien dispuestos por un festivo ardor 
los jóvenes con sus compañeros 
en el asiento de atrás, sucios, rientes. 

Los últimos en llegar charlan de pie en voz 
alta en la noche, aquí y allá, en las mesas 
de los locales aún iluminados y semivacíos.

Estupenda y miserable ciudad 
que me has enseñado cuanto alegres y feroces 
los hombres aprenden siendo niños, 

las pequeñas cosas en que la grandeza 
de la vida en paz se descubre, cómo 
caminar adustos y dispuestos entre la multitud 

callejera, cómo dirigirse a otro hombre 
sin temblar, cómo no avergonzarse 
de mirar el dinero contado 

con dedos torpes por el revisor 
que suda frente a las fachadas que pasan 
con un color eterno de verano; 

a defenderme, a ofender, a tener 
el mundo ante los ojos y no 
solo en el corazón, a entender 

que pocos conocen las pasiones 
que yo he vivido: 
que no son mis hermanos, y eso que son 

hermanos por tener también 
pasiones de hombres 
que alegres, inconscientes y enteros 

viven experiencias 
para mí desconocidas. Estupenda y miserable 
ciudad que me has hecho 

experimentar esa vida 
desconocida hasta hacerme descubrir 
aquello que era el mundo para cada uno. 

Una luna moribunda en el silencio, 
que ella misma alimenta, palidece entre violentos 
ardores; que miserablemente en la tierra 

cambia de vida, entre hermosas avenidas, viejas 
callejuelas que aun sin dar luz deslumbran 
y, en todo el mundo, se reflejan

allá arriba, una cualquiercosa de cálidos nubarrones. 
Es la noche más hermosa del verano. 
Trastevere, que huele a paja 

de los viejos establos, a vacías 
tabernas, no duerme aún. 
Los rincones oscuros, las paredes plácidas 

resuenan con rumores hechizados. 
Hombres y muchachos regresan a casa 
—bajo festones de luces abandonadas— 

hacia sus callejones ciegos que obstruyen oscuridad e inmundicia 
con ese paso blando 
que invadía mi alma 

cuando amaba verdaderamente, cuando 
verdaderamente quería entender. 
Y, como entonces, desaparecen cantando.


II 

Pobre como un gato del Coliseo 
vivía en un arrabal todo cal 
y polvareda, lejos de la ciudad 

y del campo, apretujado día tras día 
en un autobús agonizante: 
y cada ida, cada vuelta 

era un calvario de sudor y ansias. 
Largas caminatas en la calurosa calima,
largos crepúsculos frente a los papeles 

revueltos sobre la mesa, entre calles de barro, 
tapias, chabolas encaladas 
sin ventanas, con cortinas a modo de puertas... 

Pasaban el vendedor de aceitunas, el trapero, 
de paso desde otra barriada 
con la mercancía tan llena de polvo que parecía 

robada, y un rostro cruel 
de jóvenes envejecidos entre los vicios 
de quien tiene una madre dura y hambrienta.

Renovado por el mundo nuevo, 
libre —una llamarada, un hálito 
que no sé nombrar— a la realidad 

que humilde y sucia, confusa e inmensa, 
bullía en la meridional periferia 
le daba un aire de serena piedad. 

Un alma en mí que no era solo mía, 
un alma pequeña en aquel mundo ilimitado 
crecía, nutrida por la alegría 

de quien amaba aun sin ser correspondido. 
Y todo se iluminaba por este amor 
tal vez apenas de muchacho heroicamente 

madurado así y todo por la experiencia 
que nacía a los pies de la historia. 
Me encontraba en el centro del mundo, 

en aquel mundo de suburbios tristes, beduinos, 
de amarillentas praderas acariciadas 
por un viento sin paz siempre, 

ya viniese del cálido mar de Fiumicino 
o del campo, donde la ciudad 
se perdía entre los tugurios; en aquel mundo 

que tan solo podía dominar, 
cuadrado espectro amarillento 
en la amarillenta calima, 

perforado por mil filas iguales 
de ventanas con barrotes, el Penal 
entre viejos campos y amodorrados caseríos. 

Los papelajos y el polvo que ciego 
el vientecillo arrastraba de acá para allá, 
las pobres voces sin eco 

de mujerzuelas venidas de los montes 
Sabinos, del Adriático, y aquí 
acampadas, ya con manadas

de muchachos duros y corruptibles 
estridentes con camisetas harapientas, 
con grises, desgastados pantalones cortos, 

los soles africanos, las lluvias alborotadas 
que convertían en torrentes de fango 
las calles, los autobuses en las últimas paradas 

hundidos en su rincón 
junto a una última franja de hierba blanca 
y algún ácido, ardiente vertedero... 

Era el centro del mundo, como era 
en el centro de la historia mi amor 
por ello: y en esta 

madurez que por estar naciendo 
era todavía amor, todo estaba 
a punto de volverse claro ¡era 

ya claro! —Aquel arrabal desnudo al viento, 
no romano, no meridional, 
no obrero, era la vida 

en su luz más actual: 
vida, y luz de la vida, repleta 
del caos no proletario todavía, 

como la quiere el áspero diario 
de la célula local, la última 
ola de la revista: hueso 

de la existencia cotidiana, 
pura, por ser demasiado 
cercana; absoluta, por ser 

demasiado miserablemente humana.

III 

Y ahora vuelvo a casa, rico de aquellos años 
tan nuevos que nunca habría pensado 
que llegaría a verlos envejecer dentro en un alma 

ahora tan lejana de ellos como de cualquier pasado. 
Subo las avenidas del Gianicolo, me detengo 
en una encrucijada modernista, en una calle arbolada, 

en una astilla de muro —ya estoy en el confín 
de la ciudad sobre la ondulada llanura 
que se abre ante el mar. Y renace 

en mi alma —inerte y oscura 
como la noche abandonada a su perfume
— una simiente ya demasiado madura 

como para ser capaz de dar fruto, en el cúmulo 
de una vida que se ha vuelto cansada y brutal... 
Aquí está Villa Pamphili, y en la luz 

que tranquila reverbera 
en los muros nuevos, la calle donde vivo. 
Junto a mi casa, sobre la hierba 

reducida a una baba oscura, 
una huella en las zanjas recién 
excavadas, en la toba —abatida toda rabia 

de destrucción— trepa contra ralos edificios 
y pedazos de cielo, inanimada, 
una excavadora... 

¿Qué pena me invade ante estas herramientas rendidas, dispersas 
aquí y allá en el fango, 
ante ese paño rojo 

que pende de un caballete, en el rincón 
donde la noche parece más triste? 
¿Por qué, ante esta apagada pintura de sangre 

mi conciencia resiste tan ciegamente, 
se esconde, casi por un obsesivo 
remordimiento que en el fondo por completo la aflige?

¿Por qué dentro de mí existe el mismo sentimiento de días para 
siempre incumplidos 
que hay en el muerto firmamento 

en que palidece esta excavadora? 

Me desvisto en una de las mil habitaciones 
en que la gente duerme en Via Fonteiana. 
Puedes excavar en todo, tiempo: esperanzas, 

pasiones. Pero no en estas formas 
puras de la vida. Se reduce 
a eso el hombre, cuando se colman 

la experiencia y la fe 
en el mundo... ¡Ah, días de Rebibbia, 
que creía perdidos en una luz 

de necesidad, y que ahora son tan libres! 

Junto al corazón, entonces, por los difíciles 
azares que habían extraviado 
mi camino hacia un destino humano, 

alcanzando ardorosamente la claridad 
negada, e ingenuamente 
el negado equilibrio —a la claridad 

y el equilibrio añadía también, 
por aquel entonces, la mente—. Y el ciego 
remordimiento, señal de toda mi 

lucha con el mundo, lo rechazaban 
adultas aunque inexpertas ideologías... 
El mundo se volvía sujeto 

no ya de misterio, sino de historia. 
Se multiplicaba por mil la alegría 
de conocerlo —como 

todo hombre, humildemente, lo conoce—. 
Marx o Gobetti, Gramsci o Croce 
estuvieron vivos en vivas experiencias.

Cambió la materia de una década de oscura 
vocación cuando di todo lo que tenía para aclarar 
lo que parecía la figura ideal 

de una generación ideal; 
en cada página, en cada línea 
que escribía, en el exilio de Rebibbia 

estaban aquel fervor, aquella presunción, 
aquella gratitud. Nuevo 
en mi nueva condición 

de viejo trabajo y vieja miseria, 
los pocos amigos que venían 
a verme, en las mañanas o en las tardes 

olvidadas cerca del Penal, 
me vieron inmerso en una luz viva: 
dócil, violento revolucionario 

de corazón y de lengua. Un hombre florecía.


IV 

Me aprieta contra su vello viejo 
que huele a bosque y me posa 
el hocico con sus colmillos de semental 

o errante oso con aliento a rosas 
en la boca: y en torno a mí la habitación 
es un calvero, la capa corroída 

de los últimos sudores juveniles danza 
como un velo de polen... Y de hecho 
camino por una carretera que avanza 

entre los primeros prados primaverales, 
marchitos bajo una luz paradisíaca... 
Transportado en la ola de mis pasos, 

esta que dejo a mis espaldas, leve y miserable, 
no es la periferia de Roma: «¡Viva 
México!» está escrito con cal o rayado

en las ruinas de los templos sobre los muros 
bajos en las encrucijadas, decrépitos, ligeros como huesos, 
en los confines de un ardiente cielo sin un escalofrío. 

He aquí, en lo alto de una colina 
entre las ondulaciones, que se alternan con las nubes, 
de una vieja cordillera de los Apeninos, 

la ciudad medio vacía, aunque es la hora 
de la mañana en que las mujeres van 
a hacer la compra —o de la tarde que dora 

a los niños que corren con sus madres 
fuera del patio de la escuela—. 
Un gran silencio ha invadido las calles: 

desaparecen los adoquines un poco sueltos, 
viejos como el tiempo, grises como el tiempo, 
y dos largos listones de piedra 

corren a lo largo de las calles, lustrosos y apagados. 
Alguien, en ese silencio, se mueve: 
alguna vieja, algún muchacho 

perdido en sus juegos, donde 
los portales de un dulce siglo XVI 
se abren serenos, o una fuente 

con bestezuelas taraceadas en los bordes 
que vigila la pobre hierba 
en algún cruce o rincón olvidado. 

Se abre sobre la cima de la colina la yerma 
plaza del municipio, y entre casa 
y casa, más allá de un muro y el verde 

de un gran castaño, se ve 
el espacio del valle: pero no el valle. 
Un espacio que tiembla, azul celeste 

o apenas céreo... Pero la calle continúa 
más allá de aquella familiar plazuela 
suspendida en el cielo de los Apeninos:

se interna entre casas más apiñadas, baja 
un poco a media ladera: y más abajo 
—cuando las barrocas chabolas ralean— 

entonces aparece el valle —y el desierto—. 
Unos pocos pasos más allá 
hacia la curva, donde la calle 

va ya entre desnudos pradillos empinados 
y rizados. A la izquierda, contra la pendiente, 
como si se hubiera desplomado la iglesia, 

se alza abarrotada de frescos, azules, 
rojos, un ábside, surcado por volutas 
a lo largo de las borradas cicatrices 

del derrumbe —al que solo 
la inmensa concha ha sobrevivido, 
abierta de par en par hacia el cielo—. 

Es allí, allende el valle, allende el desierto, 
donde comienza a soplar un aire ligero, desesperado, 
que incendia la piel de dulzura... 

Es como esos aromas que desde los campos 
de hierba mojada o de las orillas de un río 
soplan hacia la ciudad en los primeros 

días del buen tiempo: y tú 
no los reconoces, pero enloquecido, 
casi con remordimiento, intentas entender 

si son de un fuego encendido sobre la escarcha, 
o bien de uvas o nísperos perdidos 
en algún granero templado 

por el sol de la mañana magnífica. 
Yo grito de alegría, tan herido 
en el fondo de los pulmones por ese aire 

que como una tibieza o una luz respiro mientras 
contemplo el valle.



Basta un poco de paz para descubrir 
dentro del corazón la angustia, 
límpida como el fondo marino 

en un día soleado. Reconoces, 
sin probarlo, el mal 
ahí en tu lecho, pecho, muslos 

y pies abandonados, como 
un crucificado —o como Noé 
borracho, que sueña, ingenuamente ignorante 

de la alegría de sus hijos, los 
fuertes, los puros, que de él se burlan...—. 
El día está ya sobre ti, 

en la habitación, como un león durmiente. 

¿Por qué carreteras el corazón 
se descubre pleno, perfecto incluso en esta 
mezcla de beatitud y dolor? 

Un poco de paz. Y en ti despierta de nuevo 
está la guerra, está Dios. Apenas se han relajado las pasiones, 
apenas se ha cerrado la fresca 

herida y tú ya estás gastando 
el alma, que parecía derrochada, 
en acciones de sueño que no rentan 

nada... Y encendido 
por la esperanza —que, viejo león 
hediondo de vodka, desde su ofendida 

Rusia jura Jrushchov al mundo— 
te das cuenta de que sueñas. 
Parece arder en el feliz agosto 

en paz toda pasión tuya, todo 
interior tormento tuyo, 
toda ingenua vergüenza tuya

de no estar —en el sentimiento— 
en ese punto en el que el mundo se renueva. 
En lugar de ello, ese nuevo soplo de viento 

te empuja de nuevo hacia atrás, hacia donde 
todo viento decae: y allí, tumor 
que se recrea, reencuentras 

el viejo crisol de amor, 
el sentido, el terror, la alegría. 
E incluso en ese sopor 

la luz se encuentra... en esa inconsciencia 
de infante, de animal o ingenuo libertino 
está la pureza... cuanto más heroicos 

los furores en esa fuga, más divino 
es el sentimiento de ese bajo acto humano 
que se consuma durante el sueño matutino. 


VI 

En la abandonada llama 
del sol matutino —que arde de nuevo 
acariciando las obras, caldeando 

los marcos de las ventanas— desesperadas 
vibraciones arañan el silencio 
con su lejano sabor a leche vieja, 

a plazuelas vacías, a inocencia. 
Al menos desde las siete esa vibración 
crece con el sol. Pobre presencia 

de una docena de viejos obreros 
con harapos y camisetas abrasadas 
por el sudor cuyas voces raras, 

cuyas luchas contra los diseminados 
bloques de fango, las coladas de tierra, 
parecen deshacerse en ese estremecimiento.

Pero entre las tenaces explosiones de la 
excavadora, que ciega desmembra, ciega 
disgrega, ciega ase, 

como sin objeto, 
un grito improviso, humano 
nace y a intervalos se repite 

tan loco de dolor que humano 
de pronto deja de parecerlo y se reconvierte 
en muerto chirrido. Después despacio 

renace en la luz violenta 
entre los edificios cegados, nuevo, igual, 
grito que solo el moribundo 

en el instante último puede proferir 
bajo este sol que cruel brilla todavía 
endulzado ya por un poco de brisa marina... 

Quien grita es, desgarrada 
por meses y años de matutinos 
sudores —acompañada 

por la muda multitud de sus canteros—, 
la vieja excavadora: pero, a la vez, el fresco
 hoyo asolado, o, en el breve confín 

del horizonte del siglo XX, 
todo el barrio... es la ciudad, 
arrojada a un resplandor festivo, 

—es el mundo—. Llora cuanto tiene 
fin y recomienza. Cuanto era 
área herbosa, espacio abierto, y se ha convertido 

en patio, blanco como cera, 
encerrado en un decoro que es rencor; 
cuanto era casi una vieja feria 

de frescos enlucidos retorcidos al sol 
y se ha convertido en un nuevo aislado enjambre, 
en un orden que es dolor apagado.

Llora cuanto cambia, por más 
que sea para mejorar. La luz 
del futuro no deja ni por un instante 

de herirnos: es aquí donde nos quema 
en cada uno de nuestros actos cotidianos, 
con angustia incluso en la confianza 

que nos da la vida, en el impulso gobettiano 
hacia estos obreros que en silencio izan, 
en el barrio del otro frente humano, 

su andrajo rojo de esperanza. 


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