Te asomas a la ventana. Sientes piedad por esos batallones de mujeres y ancianos, de hombres y niños que se afanan en avanzar entre codazos hacia alguna parte. Los ves viajar asidos a los correones de cuero del tranvía, sacudidos por el traqueteo sobre los rieles; los ves subir y bajar, aturdirse un instante cuando se cruzan en lo andenes, cuando el revisor les apunta con su lapicero, cuando una señora gorda tropieza. Personas que saben adónde van o al menos fingen saberlo, que toman decisiones imposibles -a la derecha o a la izquierda, bajarse en esta parada o en la siguiente- en un abrir y cerrar de ojos. Te asombra la disciplina con que sus cuerpos se suceden cada mañana, como bielas oscuramente engranadas hacia algún propósito. No necesitas reloj, para qué, ellos son el reloj, ellos las agujas y los números y hasta la misma sustancia del tiempo. Son la arena del reloj de arena, el sol del reloj de sol, el agua que llena o vacía la clepsidra. Les tienes un poco de lástima. Si tú no eres libre, entonces ellos lo son mucho menos aún. Siempre tienen prisa, siempre llegan tarde a algún lugar o sufren cumpliendo quién sabe qué clase de obligaciones. No comprenden que son ellos mismos quienes echan a andar ese tiempo que los aplasta: que si todos convinieran no levantarse, no ir a la escuela, no accionar la palanca de la fábrica, el reloj simplemente se detendría, no sería ya nunca tarde ni nunca tampoco temprano. Pero son débiles y al final se levantan de sus camas y salen a la calle, aunque les cueste, aunque estén enfermos o cansados o sean demasiado viejos o demasiado niños; unos y otros se contagian las prisas, se disciplinan, se dan ejemplo, y se dirigen sin quererlo hacia el próximo día.
Juan Gómez Bárcena en Kanada, Editorial Sexto Piso, Madrid 2017
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