Intentando salir de Sevilla, el ordenador de a bordo se subleva y solo nos da instrucciones que conducen al colapso de la nave, al trágico accidente; pero yo, que vi hace tiempo 2001 la odisea del espacio, logro desconectarlo sin compasión, y seguimos las indicaciones a Granada.
Cruzamos el rio Genil entre álamos. Guadalix es un punto de inflexión: aparecen las montañas terrosas, primero rojizas, bajo las que han cavado cuevas para vivir, y luego cenicientas y de yeso. El firme de la carretera está muy estropeado y lo arreglan bajando el límite de velocidad. Calor. Tabernas. Minijólibu. Miles de dificios de plástico blanco, unos pegados a otros dejando solo libres las carreteras. Llegamos a comer al Emigrante. Ramón nos clava. Menos mal que nos da buenas noticias de Pepe Luí, al que operaron, hicieron el trasplante con éxito y anda por ahí dando la lata (aunque ya no tanta).
La habitación usa dos balcones hacia el mar, uno en el dormitorio y otro en una pequeña salita. Después de una siesta nos vamos al Playazo, a la calita que hay bajo el castillo de San Ramón, que es más divertida de dibujar y la gente se empelota para tomar el sol. Ya no queda casi nada de aquel espíritu hippie que tuvo este sitio en décadas anteriores, la estética de los bares ya ni lo quiere ni aparentar.
Así, lo que más llama la atención es que los bares van adueñándose de las aceras públicas y los edificios van ganando altura. El Cinto de Rodalquilar pilló su acera, todos los locales de la plaza de San José se comieron unos metros, aparecieron nuevos restaurantes en los altos de los edificios del puerto, crecieron casas sobre las rocas... el insolente camarero de La Ola me dice que les ha costado mucho poner esa terraza nueva sobre el acantilado, cohechos y eso, dice medio en broma. Cuando él nació yo ya me comía sus calamares y sus taberneros.
Nos olvidamos de todo con este sol que acaricia, con esta luz. Disfrutamos otra vez de este lugar marciano casi desértico. Del balanceo de las barcas amarradas en la Isleta, con un fondo de escullos, el castillo de San Felipe y, detrás, los frailes picudos. El agua se pone morada y densa y una brisa nos refresca.
Nos tomamos algo frente a la playa de San José, con una temperatura inmejorable. Un guiri barbudo vino mal informado y toca su guitarra y canta Redemption song de Bob Marley al estilo de You, como lo llamaba Pepe Luí en aquellos tiempos de tripis en la playa. ¿No me ayudaréis a cantar canciones de libertad?
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