martes, 20 de agosto de 2013

cudillero, avilés y una charla en el hotel



Amanece lloviendo, lo vemos desde la cama. Los rusos siguen de guerra. Los colores se hacen más densos. La buganvilla está repleta de flores moradas. Se oyen los platos y el agua de algún fregadero. Desayunamos.

Vamos a Cudillero, más allá de Avilés. Un pueblo bonito en una ensenada semicircular con mucha pendiente, de tal forma que sus casinas están sentadas en gradas para ver el espectáculo en el puerto. Un anfiteatro verde. Muchos turistas, muchos tenderetes. Damos una vuelta por el casco viejo de Avilés. Comemos en La Fragata. Es bonito, pero no nos sentimos cómodos. No hay guisos, que es lo que apetece. Todo salado.

Nos bañamos en la playa de Salinas, una playa de más de dos kilómetros, que me recorro paseando hasta el Museo de las Anclas. También en la Playa de Rodiles, donde por megafonía pregonan a una niña de seis años perdida con peces rosas en el bañador, Juan Enrique se somalla y algunas asturianas se broncean las tetas.

En el hotel bebemos, fumamos y hablamos por los codos. Nos cuentan que la gaita asturiana no suena como la gallega y que en los pueblos todos usan les madreñes, que son unos zuecos de madera que se ponen con las zapatillas dentro para salir fuera y no embarrarse y mantener calentines los pies. Tienen tres tacos de madera que se cubren de goma para no escurrirse. Nos recomiendan el Museo de la Minería y la Ruta del Oso. Después la señora se mira el reloj y dice que ya son horitas de acostarse.

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