domingo, 4 de noviembre de 2018

el arqueológico


Viajando da la impresión de aprovechar mejor la vida, como si fuera más despacio. Ya en el tercer día nos parece llevar una semana en Atenas. Ya con algunas rutinas, como el bebé que llora a las siete de la mañana, la calle Adriano, las viseras de hierro forjado y cristal, los kalimeras de recepción, la clínica del Doctor Fish, donde unos pececillos te muerden los pies metidos en un acuario, y el desayuno en el Attika, donde las palomas pasan a comerse la miguillas y la gente descansa en el poyete de la pequeña iglesia bizantina.

Nuestra idea es ir al Museo Arqueológico Nacional, cosa que hacemos caminando por la calle peatonal y ajardinada de Oiolou, que nos ofrece un agradable paseo, con música de bouzouki, hasta la Plaza Omonoia, muy cercana al museo. Atenas no es la ciudad munumental que se espera de su historia. Las ciudades griegas del sur de Sicilia están mejor conservadas. La Atenas cásica ha sido arrasada y saqueada, y apenas queda algo en pie. Su mayor tesoro histórico está aquí. El arqueológico es tan grande e interesante que convendría verlo en etapas para asimilarlo. Yo me concentro en el Neolítico, las figuras cicládicas y el Egipto helénico, pues creo que lo más interesante está en lo más antiguo, cuando se quiere simbolizar más que representar a la perfección. La sencillez de las figuras cicládicas roza lo extraterrestre. Me enternecen las estelas funerarias, donde el finado se despide de su esposa, familia o amigos. Cada figurita, cada dibujo, me parece una idea, una solución gráfica. Disfruto un montón tratando de recoger esas ideas en el cuaderno.

A las cuatro de la tarde nos echan. Comemos algo en el famoso café Kpivos, fundado en 1923, con un aspecto entre casino y gran pastelería. Las cartas cuelgan de las mesas con un cordel. Los cafetines son de mármol con las patas clásicas de madera. Es muy popular porque ponen unos rosquillos con miel y canela riquísimos. Nuestros bocadillos de pollo con ensalada y salsa de mostaza están deliciosos. Después nos tomamos los rosquillos (media docena es el mínimo) con unos cafés.

Visitamos la cercana Torre de los Vientos, en el ágora romana, una torre de planta octogonal con un relieve representando a cada tipo de viento en cada dintel de cada cara: el viento del Norte, en que Boreas lo produce soplando una caracola, el del Noroeste, donde Skiron echa brasas de un cuenco, el del Este, donde Céfiro esparce flores, el del Suroeste, donde Lips hace virar un barco, el del Sur, donde Notos vierte la lluvia desde una vasija, el del Sureste, donde el viejo Euros se abriga, el del Este, donde el joven Apeliotes trae frutas y granos, y el del Noroeste, donde Kaikías esparce granizo. Es reloj de agua y veleta, y los derviches aulladores la tomaron el el XVII para sus danzas giratorias.

Por la noche, nos vamos despidiendo de todo hasta el hotel.

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