Recuerdo la noche en la que leí por primera vez el nombre de Stevenson. Iba hacia el Mediodía –un largo viaje de diecisiete horas– y había comprado en la estación un nuevo volumen inglés, "Treasure Island". Desde las primeras páginas fui atrapado por un sentimiento de extrañeza indescriptible, lo nunca visto ni leído. [...] En primer lugar, la curiosidad y el horror crecían mediante una maravillosa factura de criaturas borrosas que aparecían sucesivamente y se definían en rasgos cada vez más nítidos en los diferentes planos de la historia; en segundo lugar, una media docena de personajes firmemente concebidos en una acción particularmente atractiva, y finalmente, un procedimiento literario nuevo que consistía en reflejar las diferentes etapas de las aventuras a través de la manera, el estilo y el punto de vista de tres o cuatro personajes que, cada uno en su turno, retomaban la narración. Volteé la última página de "La isla del tesoro" cuando un viento fresco penetró en el vagón, sacudiendo los árboles a lo largo de la vía; el horizonte se teñía de rosa y un escalofrío particular me anunciaba el alba.
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