Nos levantamos temprano para ir a la terminal y coger el bus a Villa La Angostura. Otra vez orillamos el lago Nahuel Huapí por el sur y luego por el este. Espectacular. Bariloche allá al fondo, al otro lado del agua, y con los Andes detrás. En un tramo nos separamos del agua y nos adentramos en el bosque. Los abetos pinsapo alargan sus ramas al sol para enseñar sus florescencias amarillas, como pomposos anillos. Luego, una especie de altiplano sin árboles, solo unas plantas semiesféricas con pequeñas flores amarillas que colorean la pradera hasta la orilla del lago, y después peñones de dura roca pelada y las primeras cabañas de Villa La Angostura. Andamos tres kilómetros hasta el Parque de los Arrayanes. El bosque, dentro del parque, está después de 13 kilómetros de duro camino, de dificultad media-alta. No nos dará tiempo a volver a tiempo al bus hacia Bariloche.
Decidimos coger una barca preciosa de madera, que en poco más de media hora llegará al bosque. Junto al muelle, en la playa, jovencillas con biquini se tuestan y toman el sol. Dibujo el paisaje desde proa y a Alberto, simpatiquísimo piloto de la embarcación, quemado por el sol, que se pone la gorra para ser inmortalizado y que me cuenta que la embarcación es de 1931, propiedad de su anciana tía, primera mujer por estas tierras en titularse para pilotar un barco mercante. Ya viejita, pasó el relevo a su sobrino, que, junto a su hijo Francisco, lleva este negocio turístico y mantienen en perfecto estado la nave. Hecha con maderas de la región e instrumentos de bronce, es una auténtica reliquia, una verdadera maravilla. Su nombre es Huelmul II, que es el nombre de un ciervito de la zona. Hacemos el viaje en la bañera de popa, pero también nos deja salir a proa a disfrutar el paisaje.
El arrayán, además de un personaje de telenovela, es un árbol pequeño de hoja parecida a la del mirto, del que es familia, con un tronco retorcido que pierde la corteza y deja ver su color canela, que con el sol se torna naranja. La caída de la corteza le produce una especie de manchas blanquecinas que le dan al árbol una extraña belleza. No es dominante y suele verse en los bosques de Chile entre otras especies. Quizás solo en esta parte del mundo es posible ver una concentración tal de arrayanes y de tal porte. Vemos ejemplares gruesos, divididos en muchos troncos y de gran tamaño y, en las zonas más densas del parque, ejemplares delgados y altísimos. Para protejerlos de los visitantes, han hecho una pasarela de madera por la que se transita. El aspecto general del bosque es tan mágico que no sería extraño encontrar algún duende (¿viste alguno? me pregunta Alberto). Pero solo vemos un pajarillo rallado que se mete en los huecos de los árboles y otro chiquito y regordete como un pollito que llaman maqui.
Volvemos por una zona de agua turquesa, producida por el sílice en la erupción volcánica del 2000. El capitán me trata cariñosamente, le gustó el dibujo porque lo dibujé menos gordo. Mientras llegamos al muelle, dibujo a unos compañeros de viaje: Carolina, Agustín y Mariana.
Agradecemos a la chica que alquila las bicis toda la información que nos ofreció, quiere ir a Barcelona y madrid este invierno, y le deseamos que se cumpla y un buen negocio. Rehacemos el camino andando. Mientras pasamos junto a una especie de retamas oímos un extraño crepitar que parece venir de las vainas secas que, con este calor, se abren para lanzar sus semis, haciéndolas crujir. Volvemos a Bariloche rodeando nuevamente el lago.
El sol aprieta tanto que quema aun con la fuerte protección que nos echamos y molesta a la vista aun con gafas de sol. Parece que es en esta parte del planeta donde más afecta el agujero de ozono. Alberto nos contaba que esto cambió mucho desde que era chiquito, él nunca salió de estas montañas, un marinero sin mar, y las nevadas de ahora son ridículas respecto al pasado.
Nos desquitamos de la mala cena de ayer (Beni invita por su santo) y oímos música por la calle, en la esquina de Pink Floyd y la concurridísima de dixie. Nos bebemos una cerveza oyendo a unos magníficos Gwendal a los que piden otra y otra. En la plaza hay un corro tremendo alrededor de un mago chistoso, pero nosotros ya andamos por la piltra.
El arrayán, además de un personaje de telenovela, es un árbol pequeño de hoja parecida a la del mirto, del que es familia, con un tronco retorcido que pierde la corteza y deja ver su color canela, que con el sol se torna naranja. La caída de la corteza le produce una especie de manchas blanquecinas que le dan al árbol una extraña belleza. No es dominante y suele verse en los bosques de Chile entre otras especies. Quizás solo en esta parte del mundo es posible ver una concentración tal de arrayanes y de tal porte. Vemos ejemplares gruesos, divididos en muchos troncos y de gran tamaño y, en las zonas más densas del parque, ejemplares delgados y altísimos. Para protejerlos de los visitantes, han hecho una pasarela de madera por la que se transita. El aspecto general del bosque es tan mágico que no sería extraño encontrar algún duende (¿viste alguno? me pregunta Alberto). Pero solo vemos un pajarillo rallado que se mete en los huecos de los árboles y otro chiquito y regordete como un pollito que llaman maqui.
Volvemos por una zona de agua turquesa, producida por el sílice en la erupción volcánica del 2000. El capitán me trata cariñosamente, le gustó el dibujo porque lo dibujé menos gordo. Mientras llegamos al muelle, dibujo a unos compañeros de viaje: Carolina, Agustín y Mariana.
Agradecemos a la chica que alquila las bicis toda la información que nos ofreció, quiere ir a Barcelona y madrid este invierno, y le deseamos que se cumpla y un buen negocio. Rehacemos el camino andando. Mientras pasamos junto a una especie de retamas oímos un extraño crepitar que parece venir de las vainas secas que, con este calor, se abren para lanzar sus semis, haciéndolas crujir. Volvemos a Bariloche rodeando nuevamente el lago.
El sol aprieta tanto que quema aun con la fuerte protección que nos echamos y molesta a la vista aun con gafas de sol. Parece que es en esta parte del planeta donde más afecta el agujero de ozono. Alberto nos contaba que esto cambió mucho desde que era chiquito, él nunca salió de estas montañas, un marinero sin mar, y las nevadas de ahora son ridículas respecto al pasado.
Nos desquitamos de la mala cena de ayer (Beni invita por su santo) y oímos música por la calle, en la esquina de Pink Floyd y la concurridísima de dixie. Nos bebemos una cerveza oyendo a unos magníficos Gwendal a los que piden otra y otra. En la plaza hay un corro tremendo alrededor de un mago chistoso, pero nosotros ya andamos por la piltra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario