Brian, un canadiense de Vancouver amigo del vino y los cigarrillos, es el gerente de esta pequeña hostería de la calle Morales donde nos han tratado tan ricamente. Siempre he vivido en ciudades lluviosas, nos dice sonriendo y marncando en su cara un centenar de arrugas, me gustaría ir a otros sitios.
Salimos de Bariloche hacia Esquel por la Ruta 40 para coger la Carretera Austral de Chile. Nos llevamos unas milanesas y hacemos un viaje alucinante de cinco horas. Bordeamos los lagos Gutiérrez y Mascardi, que quedan a la derecha, y Güillelmo que queda a la izquierda. Luego subimos por las montañas arboladas de cipreses y abetos hasta el altiplano marrón y amarillo sin árboles, con un fondo de picos grises, canela, rojizos y blancos. Bajada con praderas y hermosos valles con pueblos de piedra, madera y pizarra entre álamos negros y un fondo de picachos. Paisajes de esos cuadros que hay en las casas y no sabemos qué sitios son. Yo hago lo que puedo y, flipando, me voy cambiando de asientos de un lado a otro del bus medio vacío, para dibujar deprisa lo que veo.
Finalmente llegamos a uno de esos pueblos, que llaman Esquel. En el punto de información se molestan en buscarnos alojamiento y solo lo conseguimos en un buen Hostel. Una habitación compartida de cuatro con baño, cocina, terraza, WiFi... por un buen precio.
Compramos carne (baratísima en Argentina), fruta, algún yogur, empanadas y una Quilmes de litro. Nos deniegan la tarjeta y, lo que es peor: nos cruza una concentración ruidosa de moteros. De vuelta, Pierre, un francés de Clisson, nos cuenta que deberíamos ir al Lago Verde, pues está bien para un solo día. Lo dibujo comiéndose unos sandwiches caducados y también a una austriaca llamada Waltraud, que se enrolla con nosotros y nos cuenta su viaje, que escribe en un diario.
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