En la plaza se reconstruye la iglesia, si reconstruir es construir otra vez de nuevo. A las diez empieza a moverse el pueblo. Preguntamos por la barcaza. Siguiendo las indicaciones, cuando queremos darnos cuenta, estamos dentro, es el final de la calle. Llegamos justo a tiempo y apurados pues el coche se levanta cuando suben la rampa.
En San Vicente, la ruinosa iglesia tiene delante un hermoso jardín. Aquí campean los pájaros sin pudor: una rapaz pequeña malhumorada y color marrón, un colegial con la capa naranja, un chorlo (parecido a la paloma) y otro verdoso de ojos rojizos. Ni se inmutan. Al salir, tenemos que dejar paso a una piara de chanchitos negros y canela con pintas que recién terminaron el baño.
Curaco de Vélez es un pieblo tranquilo. La iglesia tiene un color verde fosforito y rojo y una torre sin tambores. Desde un mirador vemos la ensenada de Achao, donde luego bajamos. Ambiente pesquero, un muelle de cemento donde descargan los barcos y más casitas de madera de muchos colores. También está el mercado, donde venden pescados ahumados, algas en bloques como quesos, y otras liadas, de esas que parecen serpientes.
De vuelta al puerto de Dalcahue, de dalcas, las barcas de los primeros pueblos, nos comemos un rico guiso de almejas, mejillones, carnes, papas y alguna longaniza que aquí llaman curanto, regado con una cerveza, en una de las cocinerías por un buen precio.
De vuelta al puerto de Dalcahue, de dalcas, las barcas de los primeros pueblos, nos comemos un rico guiso de almejas, mejillones, carnes, papas y alguna longaniza que aquí llaman curanto, regado con una cerveza, en una de las cocinerías por un buen precio.
Llegamos a Castro hirviendo, atascado. Dejamos su coche al dependiente confiado que solo quiere saber dónde aparcamos (ni mira si hay golpes, ni si queda gasolina, ni si le hemos robado el volante). Cogemos un bus Cruz del Sur hacia Puerto Montt y nos quedamos fritos. Cae un café en la cafetería del ferry, por las ventanas termina la isla y empiezan los acantilados del continente.
Otra vez en la hermosa estación de Puerto Montt. Buscamos un hospedaje por la zona y damos un paseo por la costanera. Es enternecedora la pareja de enamorados gigantes que se cogen las manos mirando la ensenada. Los enanitos se fotografían sentándose a sus pies. Y, luego, observamos con tristeza, en un centro comercial, cómo los chilenos les dan su dinero a las grandes empresas de aquel país que llevó a Pinocho a lo alto para dar un tajo a la yugular de un Chile de largas alamedas que prometía.
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