miércoles, 5 de noviembre de 2014

santa clara



Nunca pensé que acabaría en Santa Clara. A mí no me gusta. Me gusta una ciudad con mar, como ésta de grande, que tenga vida, pero óyeme amigo yo quiero el mar, comenta alguien sentado en un banco en el Parque Vidal, donde las mujeres hacen la compra y los hombres desempleados descansan y cotorrean. La gente se enrolla enseguida con el turista que dibuja los hermosos edificios de la plaza y comenta en España, esta biblioteca, el teatro, la librería, el museo...  serían bancos.
- Aquí no hay negocios mi amigo.

Hay mucha vida en esta ciudad universitaria. Colón baja a tope con el transporte cubano, esos carros tirados por mulas de tablas de colores y capota impermeable verde (o bien motocarros con asientos en el remolque) a un peso la carrera.

Vuelvo a casa a desayunar con Beni, mucha fruta, café con leche y jugo de naranja. Después visitamos el tren blindado que los rebeldes al mando del Ché descarrilaron. Ahora son una serie de vagones que sirven de museo con una escultura de ferrocemento que representa una explosión. Aquí el Ché y los suyos ganaron la batalla a 408 soldados de Batista. Una alemana hace dibujos con un boli cubano sobre un cuaderno cubano. Se quedó todo en Alemania, me dice al ver mi cuaderno. Una prietita que comenta tremendo marido de una sola mujer, nunca se ha dejado la que tiene, hace una parada en mi cuaderno y dice que cada persona tiene un don. Cada cubano es un filósofo.

Bebemos Manacas, la cerveza local, en una terraza. Los niños duermen a la siesta en unas camas plegables de madera y lona. Llegamos al Memorial Ché Guevara. Una señora insiste en que dibuje la granada y el cuchillo de la escultura del Ché con el brazo izquierdo en cabestrillo. Un funcionario corta el césped a machete hasta dejarlo con apenas un centímetro. El guarda me dice que la moto que dibujé es una Ural, una moto potente rusa fabricada en la Segunda Guerra Mundial. En el museo vemos la famosa cazadora verde que el Ché tiene puesta en todos los carteles repartidos por el mundo. Donde el comandante reposa hay un silencio absoluto.

Volvemos a Vidal en transporte cubano. Blanquito con tremendo traje de raso bacila a un medigo en silla de ruedas con los zapatos machacados y un pobre bailarín de vocabulario enrevesado lo defiende con el qué fue lo que tu dijiste porque él ha ido a la universidad y aunque no tiene dinero lleva sus cuatro trapos bien colocados. Bárbaro el maranguero nos cuenta de los músicos cubanos Enrique Pla, Prado, Paquito de Ribera, Rolando Laserie, Arsenio Rodríguez, Los Compadres, la hermana Lago que aún vive y su amor por Los Zafiros. Me gustan, como los grupos españoles de los sesenta, porque entonces yo era joven.

Nos comemos una pizza en El Pullman. Declinamos ante la carta en dólares y nos sacan la de pesos, automáticamente la pizza pasa de costar 75 a 8 pesos y el jugo de limón a medio. No dejan que comparta mesa con nosotros un barbudo y lo colocan en la barra. Se hace de noche en la plaza, la bilioteca se ilumina dejando a contra luz esas enormes columnas, los músicos uniformados de blanco y amarillo se acercan y se quedan charlando en las escaleras, los viejos se durmieron en los bancos. La ciudad se queda a oscuras y es imposible distinguir caras en la cola de Coppelia. Unos minutos y vuelve la luz (voces en las calles).

Cenamos en casa potaje de garbanzos y arroz, unos muslos de pollo con huevos fritos amarillos y una bandeja de frutas. ¡Para compay que vas a explosionar! Tomo un café y un Caney con la señora, que me comenta que se exportan las pechugas y las alas de los pollos y por aquí solo se ven muslos. La res está absolutamente prohibida. Solo para dirigentes, restaurantes y la exportación. Mientras Beni duerme pienso si toda esta información que los cubanos dan es real o una colección de mitos.

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