viernes, 16 de mayo de 2014
en nuestra casa
Recorriendo con la mirada, desde el sillón, los surcos de su cara, pensaba lo indignantemente injusto que era este final para ella. Toda una vida dedicada a un dios que, cuando llega la hora de dar el callo, desaparece. Aquí todos escurrimos el bulto.
Me pareció que me hacía un gesto con el dedo índice y me acerqué.
-¿Quieres algo mamá?, le pregunté.
Me respondió con un hilo de voz tan flojo que fui incapaz de oírla. Entonces acerqué mi oreja a sus labios hasta tocarlos y entendí:
-Llévame a casa.
Lo había oído tantas veces que casi entro en la rutina de razonar, de enseñarle las fotos enmarcadas, los libros, los regalos en el tiempo. La pura verdad es que nada de eso era suyo. Desde que entró en esta casa todo había sido un laberinto oscuro ¿A qué fingir si de sobra todos sabíamos dónde quería ir?
Estaba decidido. La cogí en brazos y la levanté. Ya solo era un saco de huesos, apenas si pesaba (¡hasta sentí la arpillera!). La bajé en el ruidoso ascensor. Cuando el aire de la calle me dio en la cara, creí estar en una película. Llegamos hasta el coche y la puse con cuidado en el asiento delantero. Cuando hizo clic el cinturón, cogí el volante y respiré fuerte haciendo una pausa. Ella sonrió. Aquella mirada no aparecía desde hacía un siglo por lo menos, creía que se había perdido para siempre.
La puerta estaba entornada. El patio lleno de luz y pilistras. La tele, aunque apagada, reflejaba las siluetas de las hojas. Un canturreo de la Pura entre crujidos de madera venía del sótano. "¡Señores!" oímos gritar a Don Juan, con algún problema en el cuarto oscuro. La escalera estaba recién encerada. Subí despacio para no caer. Su hermana casi nos tira cuando nos cruzó como una exhalación por el pasillo lleno de luz, que ahora iluminaba las partículas en vuelo que ella había removido.
Cuando la puse en el suelo ya no era más que una niña morena de pelo recio con ganas de jugar. Buceamos entre las láminas del cuarto. Tinita registraba en los cajones de la cómoda hasta encontrar su larga trenza. Se la colocó como una extensión mirándose en un espejo imaginario. Luego, desapareció por la puerta.
Maruchi la siguió hasta el cuarto de Paco. Había cierta locura en esos ojos enrojecidos por la fiebre. Con una manta sobre los hombros proyectaba una película desde el balcón. Las imágenes se movían en la fachada del vecino y un grupo de niños alborotaban sentados en la acera. Ellas se acercaron tanto que cubrieron de vaho el cristal y hacían dibujos toscos con las puntas de sus naricillas.
Corría tras ellas por los pasillos. Éramos felices después de tanto sufrimiento. Abríamos y cerrábamos puertas. Maruchi se había recuperado del todo y nos sacaba ventaja. Nos guiábamos por su voz. De golpe, en aquel despacho siniestro, la encontramos boquiabierta mirando la pared.
Eso lo explicaba todo.
Aquel viejo doctor le había arrancado el corazón.
Y ahora lo levantaba como un trofeo.
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