jueves, 11 de diciembre de 2014

dudosa democracia colombiana

Hay pruebas suficientes para poner en duda que Colombia es una democracia. En las últimas dos décadas y media, casi tres mil dirigentes y activistas sindicales han sido asesinados; más de 4,5 millones de campesinos han sido despojados y desplazados por las fuerzas militares y paramilitares; y más de nueve mil presos políticos están detenidos indefinidamente por participar en actividades socio-políticas no violentas. Activistas y abogados defensores han sido asesinados.

La gran mayoría de las víctimas son el resultado de un régimen que dirige la represión militar y policial y escuadrones de la muerte paramilitares aliados con los militares y líderes políticos pro-gubernamentales.

La escala y el alcance de la violencia del régimen contra la oposición social se opone a cualquier idea de que Colombia es una democracia: elecciones llevadas a cabo bajo el terror generalizado y cuyos autores están aliados con el Estado y que actúan con impunidad, no tienen legitimidad.

La reelección del presidente Santos y la convocatoria de las negociaciones de paz con las FARC para poner fin a la guerra civil más larga de América Latina es sin duda un paso positivo hacia el fin del derramamiento de sangre y proporcionar la base para una transición a la democracia.

Si bien el régimen de Santos ha puesto fin al régimen de terror estatal masivo de su predecesor, el régimen de Álvaro Uribe apoyado por Estados Unidos, los asesinatos políticos se siguen produciendo y los autores siguen haciéndolo con impunidad.

El régimen de Santos parece haber adoptado una estrategia de dos puntas: combinando la represión violenta de los movimientos sociales en Colombia, mientras adopta el lenguaje de la paz, la justicia y la reconciliación en la mesa de la paz en La Habana.

El régimen de Santos puede prometer aceptar muchos cambios democráticos, pero su práctica durante los últimos dos años habla de autoritarismo, de régimen sin ley, del mantenimiento del status quo.

El régimen de Santos tiene tres objetivos estratégicos: desarmar a la insurgencia popular; recuperar el control sobre el territorio bajo control insurgente, y debilitar y socavar los movimientos sociales populares y grupos de derechos humanos que puedan formar alianzas políticas con la insurgencia cuando y si se convierten en parte del sistema político.

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