viernes, 31 de agosto de 2012

se busca pantera negra en vancouver

La Fuente del Tiempo es una esfera hecha pedazos y una puerta trampa a la codicia. Leo por la calle Cazadores de sombras de Eliseo Bayo, con el sol en la cara. Los chispazos me sacan de la selva amazónica, los troles tienen que parar porque se salen las guías y es el conductor quien lo arregla. Sophia y Carlo son los bike killers de Mario Pizza. Como y bebo en Mike's, temeroso de los animales de la selva, que a veces es bosque de cedros rojos y abetos douglas y escondidos osos. Los Cardinals pierden contra Atlanta y Gillette saca la maquinilla con tres cuchillas. Finalmente, acabo el libro. Ni se me ocurra contar el final.

derroche y dolor en vancouver

jueves, 30 de agosto de 2012

un ángel con las alas caídas


¿Que pasará hoy, será un día feliz o aciago? Sólo depende del Consulado. Me gastaré las últimas monedas para llamar.
Estoy delante del teléfono, me da miedo. No hay nadie, me habla un contestador automático, al que le resumo mi caso y mi urgencia. Ya no tengo reserva en el albergue. La policía me da unos teléfonos para los sin techo. Llamo. Hablo con dificultad. Me preguntan la edad. Cuarenta años digo avergonzado, sintiéndome viejo. Me deprime la consideración. Le digo que ya no tengo dinero para llamar, que le pagaré el lunes cuando hable con el consulado. Sólo para canadienses, dice. Me da un número para extranjeros. Dios, si ya no tengo pasta.

Una chica de treinta y tantos sale de una habitación, me ha estado oyendo, se acerca y me mira. ¿Puedo ayudarte?, pregunta en español este ángel alado. Lisa, de Virginia, ha llamado a British Airways para solucionar mi billete de vuelta. Lisa me dice que rellene el cheque conformado con el dinero que necesite; lo que necesites, por un accidente no te vas a convertir en pobre, me dice. Vamos al banco. Lisa me dice que su vida ha dado un vuelco, que vende sus cosas y se va a la India. No he nacido para pelear, sólo deseo un lugar donde cobijarme. La miro a los ojos y me despido. Te lo agradezco infinitamente. Soy un desconocido y me has salvado. Cuando algo vaya mal, me acordaré de ti, recordaré que también hay gente como tú.

Voy al aeropuerto en bus, aunque yo me siento en una nube. Aplazo el vuelo al martes, el lunes puede ser que no haya acabado. El hostel está ocupado hasta el uno. Busco un hotel barato. El sitio más cutre del mundo pero en el centro. Estoy en una cuarta planta sin ascensor. La habitación tiene un lavabo, una moqueta cutre, un cama con pelotillas en las sábanas. Me tumbo y me relajo. Todo va bien José María, relájate, disfruta lo que puedas.

Bajo a la playa. Me meto en el agua, donde mis malos rollos se diluyen. El sol me trae otra vez la alegría. Alguien se va y ha sacado sus cosas al jardín para venderlas. Un colchón, una lámpara, varias sillas. El dueño lee el periódico en un sillón de orejas. Me recuerda un cuento de Carver. Ahora también yo puedo ser uno de sus personajes en un mundo sórdido.

Encuentro libros en español en una librería de viejo, en el 1089 de Robson St. Paseo por el contorno de la península que forma Stanley Park. Más playas. Rocas tapizadas de mejillones. Todo lo veo con nostalgia, como si ya sólo fuera un recuerdo. Pienso en Borges, en su cuánto me gustaría estar en ese sitio, donde ahora estoy. Sigo sin entender el baseball, sin interés. Robson está alegre hoy sábado aunque Bute es mi calle favorita. Ceno en Davie. Mary's tiene un bufete libre de ensaladas. Me hago un primero con verduras, un segundo con quesos y un postre con frutas y yogur. Los travelos cogen un taxi. Me duelen los pies de tanto caminar. Me ducho y lavo los calcetines. Me tumbo oyendo el ventilador del vecino y la música vaquera del Country Pub. El hotel está bien. Viejo pero limpio. La tele parece que funciona. Hoy me apetece un cigarro, pero voy a pasar.

miércoles, 29 de agosto de 2012

cine de verano


Entre las muchas actividades que hacen en el solar llamado Campo de Cebada, donde estuviera la piscina cubierta de la Plaza de la Cebada, está la del pase de películas al aire libre los martes por la noche. Anoche fui con Miguel Ángel, que había cambiado su cámara por una guitarra, y dos litronas. A pesar de sus quejas de que el lugar no estaba bien señalizado y la gente no sabe que existe (falta publicidad fuera, dice), aquello estaba a tope.
Vimos un fuerte dramón canadiense realmente espectacular. Muy recomendable. La peli se titula Incendios, de Denis Villeneuve, nominada al Oscar a la Mejor Película Extranjera en 2011. Como sabéis, el premio se lo llevó finalmente la película danesa Un mundo mejor.

Hoy puede verse Camilo el cura guerrillero, de Francisco Norden. A las 20:30.

Gracias Miguel Ángel por la chapa de la cerveza artesana Freya, de Colmenar Viejo. 

sin papeles


Ya compré algunos regalos. Sólo queda despedirse de esta alegre ciudad sin apenas tráfico, sin sirenas. De Walter y sus turistas, que vinieron a Canadá a comer spaguetti y tortilla. Del clarinetista que persigue niños asustados. De la playa de los troncos. De Stanley Park y el superpuente elevadizo. De la divertida Robson.
Visito la casona de madera del Vancouver's Heritage. Descanso en su jardín.

No conviene relajarse. El último día me mangan la cartera ¡Joder! Cancelo la visa. Pero ¿y el pasaporte? La policía se lo toma tranqui, están de weekend. Yo también me lo tomaré con calma. Si no se arregla mañana, será dentro de dos o tres días. Se acabó la alegría, no puedo pensar en otra cosa. Menos mal que ya había pagado el hostel.

 

martes, 28 de agosto de 2012

tribus de victoria





Aquí estoy, en el Spirit of British Columbia, tomándome un café mientras pintan y limpian el barco en pleno viaje, como si los viajeros importantes vinieran en el siguiente turno.Aún me aparecen imágenes de mi última pesadilla, en que cogía un camino equivocado en el bosque, cada vez más tumbado, como una babosa, en la maraña de abetos, cedros rojos, helechos gigantes y musgo.

Me instalo en el hostel de Vancouver Downtown, en una habitación de cuatro camas. Cocinas y frigos industriales, 14 mesas. Una llave magnética abre la habitación. Ya instalado, me voy a la playa. está llena de gente valiente al sol que hasta se baña con este fresco. Recorro Stanley Park. Georgia, Granville, Water. El reloj de vapor pita las cinco de la tarde y echa humo por sus cinco chimeneas. Caen cervezas con patatas. El jardín chino está lleno de yonquis, en el estanque se pinchan. Indios machacados dormidos en los bancos. Robson baja a tope. Bailan dixie en la calle, y también venden ropa. Parece una ciudad para vivir, para pasarlo bien. Ceno en un sushi. A la una, oigo jazz en Pacific Centre. Ella canta como los ángeles. En la acera juegan al ajedrez dos jóvenes con el pelo amarillo. Los negratas llevan pantalones grandes y caídos, las gorras con la visera atrás. Los barbudos del pelo largo se hacen trenzas, llevan la ropa ancha y sandalias. Las asiáticas de uniforme y en grupo. Los más colgados son los punklis, los vaqueros trasnochados, los neorománticos y los pijos rubios repeinados. Todos, todos juegan en este show.

lunes, 27 de agosto de 2012

bares de madrid (5)

Cada bar es un mundo, y dibujarlo una aventura.

La Venencia. En la calle Echegaray
Villa Rosa. En la Plaza de Santa Ana.
La Mayor. En la calle Mayor.
Café Botella. En la calle San Andrés.
De las Letras. Virgen de los Peligros con Caballero de Gracia.
Terrazas de la Calle Barcelona desde el Majaderitos.
Bodega Alfaro. En la calle Amparo.
Taberna de Embajadores. Embajadores con Labrador.
Bar Mesón La Casina. En la calle Delicias.

por las calles de victoria


Llorando me despierto de una pesadilla. Me voy temprano del camping, después de una jarra de leche y hacer la mochila. La poli me pide el carnet de conducir internacional. Llama por su radio y todo se arregla. No vaya por el arcén, el arcén es sólo para parar, ¿comprende?. Cargo el depósito y me doy una vuelta por el litoral de Victoria. Hago la compra. Mi chuletón de buey, un queso, sandía, rosquillas y un zumo de naranja. Visito el cementerio y The Christ Church Cathedral, una iglesia anglicana imitando a Nuestra Señora de París. Bancos historiados y un fuerte olor a orín que me echa. La ciudad está grande, brillante, espléndida por la mañana. En el parque hacen gimnasia. Compro discos usados de dub y algo de ropa second hand. La policía va en bicicleta, hasta arriba de trastos.

Hago el chuletón en la cocina del hostel. El queso es picante (jalapeño), riquísimo. La sandía fresca y dulce. Lavo los cacharros y salgo a la calle. Cruzo el puente de hierro azul celeste con grandes contrapesos de cemento para elevarlo, y entro al puerto. En una terraza me tomo un café mientras, con el sol en la cara, cuento las cúpulas del parlamento, con el bronce ya verdoso. Un hidroavión se pone en marcha mientras otro ameriza.

Devuelvo la moto. Visito el horno de unos jóvenes artistas del vidrio. Me explican. Varios Fiat 1800 descapotados pasan por la recomendable Johnson Street. El Java es un café de muebles reciclados con dos ordenadores viejos para entrar en Internet. Llegan los chavales con monopatines. Las mesas son espejos rotos. Hay cuadros espantosos de toreros, tías en bolas y un Cristo  con la corona de espinas. Es muy barato y el ambiente de reunión de amiguetes. Una chica con el pelo amarillo rapado saca cosas diminutas de su bolso, que es un pequeño baúl negro. Al fondo encuentra una bolsa de tabaco y papel de fumar. Una japo gorda con zapatones hace temblar todo el bar a cada paso.

En el albergue ya están hambrientos. Unas rubias con cara de enfadadas comen mazorcas. Los dos alemanes de Munchen  van derechos a la sopa preparada y la pasta de las japonesas. Juego en la máquina de flippers. Hago rehabilitación para mi dedo maltrecho con una bola de goma de baja densidad, la Aromatic Isoflex. Me ducho, me acuesto y me duermo.

domingo, 26 de agosto de 2012

the butchart gardens, langford lake y algo para la ginebra


Sueño que vemos el cine en el parque de Bolaños, pero la entrada se hace por Giant's Grave, ese cedro rojo occidental, monumento natural, que visité el otro día (71 metros de alto, 4,5 de diámetro y 700 años de edad) que fue quemado por unos vándalos. Allí hay una policía que reparte el número veintiséis entre los que allí estamos, sentados en las butacas de los bares. Tiene una cesta llena de este número, aunque todos no son exactamente iguales.

Me levanto a ver si se apagó la lumbre. Ranas, cuervos, otra vez el Red Breasted con su pico largo y puntiagudo y la panza naranja, el tren silbando a través de la maleza. Un guarda me da la matraca pues, según dice, este no es mi sitio. Le enseño mi boleto, el veintiséis, y dice que no hay problema. Ya pasaba con las revisoras del tren, te tratan como si fueras su súbdito con un tono militar subido. Tranquilidad. Hago el beicon y me como dos sandwiches y un coffe mate con leche y cookies mientras Freddie Mercury canta en casa de los vecinos.

Llego a The Butchart Gardens. El señor Butchart se forraba con la manufactura del cemento de Portland en Canadá, mientras su señora se dedicaba a la jardinería y la horticultura en los 130 acres (unas 52 hectáreas) de terreno que ocupaban desde 1904. Poco a poco, construyeron un enorme jardín recurioso que se abrió al público hace 14 años, con conciertos, música y baile, restaurantes, tiendas y todo ese gran negocio que arrastra el turismo. La entrada es cara. Te regalan una guía de flores. El sitio es impresionante, pero está lleno de gente y parece una feria, un gran negocio. Como jardín es apabullante, muy equilibrado en formas (cesped-árboles-flores), colores y olores, y muy educativo. Me gusta el jardín japonés y el hundido, una mina agotada reconvertida. Me dispiacen las zonas cargadísimas de flores, no dan paz. Hay secuoyas plantadas en 1930.

Después de tanta flor lo único que apetece es una cerveza en el pueblo. MaMiller's Pub. Motos y curritos con gorra. Las paredes llenas de luminosos de marcas de cerveza: Coors con su fuente, Bud en un casco de football, O'Dool's, Spring... un oso gigante de madera, banderines de equipos, varias teles, máquina de cigarrillos, pizarras y una mesa de billar americano. Me siento en un sofá. Esto es una auténtica taberna, sin niños ni estudiantes. Aquí se viene a beber cerveza, con el mono, el tatuaje y el pendiente. Aquí descubro la Stewarts Key Lime Soda (soda clásica a la lima), ideal para acompañar la ginebra, mucho mejor que el Canada Dry de gengibre.

Me instalo en el camping de Langford, un pueblo alrededor del lago del mismo nombre. Sus casas tiene un patio al  agua, algunas con barco. Sólo queda un pequeño hueco para meter la barca desde fuera y bañarse. Incapaz de adentrarme en el bosque, tomo aquí el sol como si fuera domingo. Esta gente vive bien. Uno se da una vuelta con el perro en su barca, otros se sientan en una butaca del patio, las niñas rubias se bañan y ríen. Es un estado de ánimo que consiguen el paisaje, la luz, el espíritu libre de esta gente, este olor vegetal y nada que hacer; como si hubiéramos retrocedido en el tiempo. Me gustaría incorporar esto, que ahora siento perdido, a mi vida.


sábado, 25 de agosto de 2012

canadienses y mi amotillo

Soy el patito feo de la carretera. Estorbo a estos grandes camiones y pickups 4x4. Desearían que circulase por el andén porque con tanta curva hay mucha línea continua. Pesadísimos esos camiones largos llenos de troncos atados a la plataforma de las ruedas. Y resulto ridículo para las motos que ellos usan, ninguna de baja cilindrada, todas tipo goldwing. Mi Yamaha llama la atención, preguntan por ella. Es alquilada, les digo. Su vehículo es el pickup. Potente, rural y multiusos, se puede cerrar la parte trasera para usarlo de furgón. O les enganchan unas roulottes adaptadas para hacer camping, que es una de las aficiones favoritas de los canadienses.

Paro en un lago rodeado de casas, cada una con su muelle de madera. Hay un pequeño parque comunal con una playa pequeña donde los niños juegan en el agua. Me baño y miro cómo se divierten haciendo piruetas, riendo, chapoteando, como los de los cuadros de Sorolla.

Llevo cuatro horas de puta moto, hasta que he dado con el camping. He perdido el hacha por el camino. Estoy cansado. Me doy una ducha. Lavo los pantalones que me quedan, fui tirando todos. Me relajo delante  de la lumbre, lavadito y afeitado, en un bosque ya cercano a la península. En las brasas pongo el beicon. Mi vecino lee el periódico nervioso con la luz de gas. Hoy puse la tienda bajo los árboles y el suelo no es tan duro.

viernes, 24 de agosto de 2012

qualicum river


Ladysmith tiene una calle principal como las de las películas de vaqueros y pistoleros, edificios pioneros de principios de siglo. Parksville tiene una gran bahía con playa de arena. Resulta difícil llegar, pues todo parece propiedad privada.

Camino a Port Alberni, el campo está lleno de antiguas granjas con casas de madera. Paro en una muy grande que tiene hierba en el tejado, donde comen las cabras, que tiene súper. Me aprieto un trozo de jamón cocido adobado que está muy rico y una trucha ahumada que paqué, con Sarsaparrilla Sioux City, que tira para atrás con su fuerte sabor a gengibre. Venden cabezas de cerámica y esculturas y trastos de hierro forjado y latón, con un gusto especial por lo natural, por las raíces.

Esto es The Little Qualicum Falls Park, y creo que es el sitio para quedarse a disfrutar. Es rebonito y se está muy rebien. No hay ducha, pero tenemos río. Tengo mi fuego, mi mesa de madera y agua potable. Ahora estoy en el río. El agua es transparente. Un poco más abajo de los rápidos el agua se embalsa y está lleno de bañistas domingueros.

Recorro el río al otro lado del puente, por un camino precioso bajo el bosque. El río Qualicum lleno de rápidos y pozas. Después dos grandes cascadas y gente atrevida que se tira a la laguna donde el agua cae. Las mujeres son gorditas y rubias, musculosas, tienen el pelo corto y dos hijos rubios. Ellas hacen trabajos de fuerza, conducen camiones, trabajan en las obras de la carretera, montan en bicicleta y pasean por el campo, y por la noche beben cerveza en el bar. Los chavales saltan donde sean y no paran de gritar ¡oh Dios, un cocodrilo! Por otro puente paso a la otra orilla y encuentro una pequeña playa donde da el sol. Me interesa. Baño y sol, mientras escribo:
Me gustan los canadienses porque no son hipócritas. Enfocan sus actos en vivir mejor, en hacer lo que les apetece. Dejan a los niños divertirse, sin tanto reproche, los abuelos se bañan (cosa imposible de ver en aquellos lares, donde los viejos se esconden), visten cómodamente (sin corbatas ni trajes) y llevan tatuajes y pendientes (sea cual sea su cargo). Hay un poso de filosofía india en los canadienses de hoy.

Paso por la orilla del inmenso Lago Cameron. La gente rema en sus canoas o se baña en sus playas. Me adentro en el bosque de Abetos Douglas ancianos, gordos y enórmeles. Esto es Cathedral Grove. Abetos de casi mil años, con más de 70 metros de alto y 9 de perímetro, que los indios amaron y cuidaron y ahora están desprotegidos. Me hago una foto al lado de unas raíces levantadas, del tamaño de una casilla. También hay inmensos cedros rojos que los indios usaron como lugar sagrado y marcaron sus cortezas.

En Port Alberni compro un chuletón de buey para la cena. Las calles llenas de indios. 
Vuelvo congelatis. Hago una lumbre de impresión y me caliento mientras se hacen las brasas. Pondría la camita aquí mismo. Con la luz de la lumbre, me como el chuletón. Aquí se está bien, a gusto. Un vecino se echa un buche de brandy conmigo, nervioso, mirando a todas partes, de un trago. Después, saca un espray, se rocía la boca y sale corriendo. Debe estar pensando en su señora. De nada.

jueves, 23 de agosto de 2012

desaparecidos: marx madera


La fachada del Marx Madera, en la calle Madera, Malasaña, aún mantiene su cartel con el dibujito de Don Karl, junto a otros de venta y alquiler del local.

También han cerrado la Cafetería Tormes y El Kiebro (que ahora se llama Loukanicos), de Lavapiés. Pueden verse dibujados aquí.

duncan y cowichan


El nombre de Canadá dicen que viene de la traducción francesa de la expresión india aprendida de los españoles que, ignorantes, decidieron que aquí no había nada, acá nada dijeron (esto fue mucho antes de la fiebre del oro, mucho oro podía entonces leerse en castellano). Una historia rocambolesca difícil de creer. Pero peor es lo de can a day. Aquí no pueden inventarse un origen latino o árabe. Kan-hadá por ejemplo.

El sol recrea sus maravillas sobre mí, y me acerca, como chamán, unas cookies bañadas en leche. Le echo aceite sintético a la moto y acaba con el parpadeo de esa molesta luz. Bajo a Duncan y cojo la desviación al Lago Cowichan, y luego sigo hasta Mesachie Lake. Paro en un muelle de madera libre al público. No hay nadie. Pongo la máquina de fotos al sol (maldita niebla) y dibujo este trozo de lago preparado para el baño. Me empeloto y me tiro al lago mágico rodeado que los indios llenaran de totems cada vez más geométricos pintados de rojos, blancos y negros y, alguna vez, azul cielo. Siento una gran paz y gloria bendita tumbado sobre la madera. Aguanto hasta que llega una excursión de bicicletas, y me piro. Rodeo el lago y entro por un camino que se interna en el bosque oscuro y silencioso de cedros rojos (tuyas gigantes) hasta las Skutz Falls. En su orilla, con su estruendoso sonido, me pongo a comer.

Sigo los rápidos del río Cowichan, cargado de truchas arco iris, marrones y costeras asesinas. Desde el puente de madera del guardia forestal, puedo ver una perspectiva más amplia y a los pescadores de truchas. Más adelante el Marie Canyon y detrás el camping, al que no llego por visitar la catedral de cristal de Duncan. Las granjas del camino venden sus productos directamente. Hay carteles con huevos pintados a dos dólares.

Duncan es una ciudad de casitas pequeñas de una planta, muy extensa y con un centro coqueto para atraer turistas. La antigua estación de ferrocarril se ha convertido en museo. Hay totems por todas partes, que hacen los actuales descendientes de los indios. Totems de Hunderbirds and Angels. Duncan, the city of totems, reza un cartel. Aparco la moto y me doy una vuelta. Libros a un dólar.
Abro la carcasa del cuentakilómetros de la moto y lo dejo en 600 kilómetros menos para tirar millas sin preocupación. Lleno el depósito y la bolsa de gasofa. Mañana me gustaría llegar al camping de Fort Alberni (arriba del todo del mapa).

miércoles, 22 de agosto de 2012

hacia la costa este de isla vancouver


Hoy, al gallo, los cuervos y el pájaro azul de la cresta, se les añade un nuevo pájaro que canta como si tocase una sola nota de flauta. Entre el techo y la tienda han acampado mogollón de arañas. La niebla es la culpable de ir siempre mojado, de que todo el mundo lleve viejas máquinas mecánicas para hacer fotos y de que usen luz de gas. Hoy el sol la ha tumbado. Pongo las pilas y la cámara a secar. Yo también me recargo.
Ayer entró algún animal (¿un oso, la cabra?) en la tienda y se comió todas las existencias. Eso me ha decidido a levantar el campamento y subir por la costa este. Hay un camino que atraviesa las montañas y llega al Lago Cowichan, pero esta moto es incapaz de subir una cuesta. Me voy rodeando la costa. Echo gasofa en Sooke, me miran el aceite (llegarás a Victoria, me dice sin saber que me estoy alejando) y como en una terraza, pescado rico.

Un poco de relax. Esto es Chemainus Bay, el camping Holiday Trails. Me he duchado ¡con jabón y agua caliente!, y bañado en la piscina. Esto es la Civilización: agua potable en grifo, restaurante con menú diario... Los vecinos tratan de partir la leña con una sierra. Les ofrezco mi hacha. Quatermain, Allan Quatermain.

Chemainus tiene su origen en la mezcla de los curritos chinos que movían los maderos a los barcos, japos,  buscadores de oro escoceses y alemanes, y los indios del valle de Cowichan. Ahora es un pueblo lleno de murales en las calles, en que cuentan su historia, como atracción turística. El súper es barato y cargo con 20 dólares de zampa. Tengo más comodidades, pero he perdido paisaje y magia. Esto no es más que un claro entre abetos. Me siento en un banco de madera y saco mi merecida copa de brandy. Hay carteles de búsqueda de un tal Kevin Louis, un asesino armado peligroso, con autocaravana, gafas y un tatuaje en cada brazo. Éste, es capaz de colarse en mi sueño y hacer un estropicio.

martes, 21 de agosto de 2012

chapas de cervezas de la mayor



Hoy llama mi atención un escaparate lleno de chapas de cerveza en la cervecería La Mayor, en la calle Mayor de Madrid. Hay más de 70 tipos de cerveza de 14 países. Me entretengo dibujando las estanterías repletas de botellas mientras saboreo una rica Pilsner Urquell, que probé por primera vez en la República Checa, y la belga Urthel Hop-It, de nueve grados.

Al camarero no parece encandilarle mi dibujo y me cuesta acercarme a él. Ya en el momento de pagar, le digo que lo he dibujado y se lo enseño a la vez que le pido chapas de las que le hayan pedido hoy, pues colecciono. Sonríe y, finalmente, se enrolla y me da un puñado, que reproduzco en esta foto. Excepto las que me he bebido aquí, Damm Doble Malta, Coronita, Alhambra, Heineken, Judas y la reservas de Cruzcampo y Damm, no las conozco de nada y me llevará un tiempo documentarlas.

A la izquierda, el tal dibujo.

bosque, niebla y medio litro de cerveza


Paso la noche un poco mal entre el frío, la fuerza de las olas sobre los cantos y, al amanecer, los cuervos. A las seis de la mañana, se pone a cantar un gallo. Sueño que mi madre va de luto y está desconocidamente joven. Lleva un maletón. Maru y Ana entretienen a Upe para que no rompa a llorar. ¡He llegado a casa justo cuando mi madre se va a vivir a Puerto Rico! ¿Qué está pasando? En plena desazón alguien me pasa un bebé. Atiendo a los amigos que han venido a verme con la niña en brazos. Me llevan a una habitación oscura para poder hablar.

Recorro las piedras. Los niños buscan cangrejos. Paseo sobre ellas, verdosas de ova. Me escurro y pongo una mano instintivamente. Un dedo se me dobla por la mitad y duele mucho. Veo que no está roto, sólo fuera de su sitio. Me doy un tirón y me lo coloco más o menos en su sitio, con un dolor intenso. Está muy hinchado pero puedo doblarlo un poco. Parece que funciona. Olvidarse del asunto para no arruinar esta dicha.
En la desembocadura del Sombrío, un pájaro del tamaño de una codorniz, azul brillante y con la cabeza negra rematada con una cresta, se posa en las piedras y canta imitando a la godorna. Un perro ladra a los leones de mar, que emiten un sonido muy fuerte desde las rocas del mar. Las ardillas, aquí sin rallas, parecen estornudar silbando. Está en el territorio del oso negro, reza un cartel con dibujos de las huellas.

Un alto en el camino. Llevo varios kilómetros y el bosque me empieza a agobiar. No veo el mar y esto es demasiado espeso y húmedo. Los árboles son tan gruesos y tan grandes que me veo insignificante. No paro de sudar. No hay nadie. Estoy sentado en un puente de madera. Este claro me da un respiro. Oigo las pequeñas cascadas que el agua hace al saltar las piedras. Esto son hayas. Todo está cubierto de moho. Saco el queso y una tostada.
A la vuelta, la niebla se está haciendo con el campamento, una nube lechosa que va borrando los abetos. Choco con un tronco y cae la corteza. Todo un imperio de insectos queda al descubierto, con miles de esclavos que curran a un ritmo frenético alrededor de un extravagante ciempiés.

Al llegar al campamento alguien me habla. Contesto en francés. Piensa que el sol levantará la niebla. Preparo la lumbre. El dedo está muy hinchado, pero ya apenas si duele. Quizás me ponga una venda con dos palos, como hacen en las películas.

Recorro Port Renfrew, antiguo Puerto de San Juan,en la Ruta de la Costa Oeste de Isla Vancouver, construida para salvar náufragos, demasiado corrientes en este estrecho. El paseo del puerto es de madera. Entro a un bar lleno de parroquianos con gorras negras de visera muy gastadas. Todos beben cerveza y ven un partido de baseball en la tele. El billar está vacío. Le pido una Cokanee a la jefa. Me pone una jarra de medio litro. Salgo a la terraza. Los curritos se lían los cigarros y se ríen tosiendo. Tienen barro hasta las cencerretas, los pantalones rotos, la cazadora devorada. El viento mueve abetos y chopos. El ambiente es denso. El último buche y me voy.

Me acerco con la moto a Botany Bay, esencialmente una lucha sin cuartel entre pizarra y agua. Bonitas formaciones rocosas de pizarra negra en capas horizontales y redondeadas por el agua. Playas de millones de chinas negras redondeadas. El tiempo lo ha hecho hermoso. Y más verlo ahora a contraluz, donde las pizarras húmedas brillan. Sobre las rocas de algunas islas han crecido abetos, dando al conjunto un aspecto fantasmagórico. La cámara se jodió con la niebla y no puedo hacer fotos. Hago un dibujo.

Vuelvo al campamento. Hago un fuego y me siento en un tronco desbarbado. Hago un chuletón y me lo como mientras oscurece. Bebo brandy en esta atmósfera de sueño hasta que me siento abrazado y mojado por este húmedo hechizo. Uno se siente llevado por el poder tan fuerte que la naturaleza muestra de forma tan tremenda (y parece adivinar la magia que rodeaba al hombre primitivo). Ella abre la cremallera de la tienda y me abraza hasta que irremediablemente me duermo.


En la segunda doble página intenté captar la atmósfera mágica de Sombrío Beach al atardecer, donde tuve mi campamento. Pudiera parecer que estaba demasiado infuído por el brandy, pero he localizado dos fotos que, de alguna manera, la captan. Es posible que los fotógrafos fueran también amigos de tan hipnótico licor. 
Alucino con el parecido al paisaje del dibujo.

lunes, 20 de agosto de 2012

el bosque junto al mar


Ya tengo mi scooter para moverme por la isla. El encargado me dice que no la use por carretera. Ni puto caso, cojo la route 14 y allá voy.

Jordan River y sus playas de cantos rodados plagadas de cangrejos. 70 kms. Lleno el depósito y la cantimplora extensible de cinco litros para ir sin miedo. Tengo para 200 kms. Me gustaría dormir en Renfrew, a 42 kms de aquí. Paro en una casita de madera muy agradable a comer. Me salgo al  porche para controlar la moto y porque al sol se está muy bien. Me pido una Victoria lager y un sandwich de ensalada de cangrejo con una sopa. Me siento muy bien. La sopa me relaja. El sandwich va en media hogaza de pan blanco. La camarera es muy elegante. Lleva una rosa tatuada encima del tobillo, con un largo y enrevesado tallo. Dos abuelillos se enrollan conmigo en español, italiano y francés. Ella tiene muchas ganas de hablar. Su marido estuvo estudiando en Barcelona. El sol me acaricia y una modorrilla se va adueñando de mí. Pido un espresso y me pasan la visa por la bacaladera.

Bajo a French Beach, donde toman el sol y se ponen colorados. A mediados de abril y de diciembre pasan las ballenas que emigran al Golfo de California traspasando el Estrecho de Bering. Aquí están los árboles gigantes de Bea: los Abetos Douglas. Tremendos. Dejo la moto en el parking y me adentro en el bosque, recorriendo kilómetros de suelo blando, escaleras de madera, puentes colgantes, para llegar a la Playa Francesa y a la Bahía Mágica de Juan de Fuca. Me instalo junto al Río Sombrío, a un kilómetro de la moto. Esto es salvaje, precioso. Me doy un baño, el agua está congelada. Es una playa llena de cantos rodados y gruesos troncos. Monto la tienda sobre el suelo blando verde musgo vivo. Alguien está labrando un totem en un árbol seco. Hay una casa de madera a medio hacer con gallinas picoteando alredor y una tienda del ejército con una chimenea de latón oxidado, de la que salen voces de niños. Oigo cuervos y el gorgoteo de un pájaro. Una cabra blanca mueve el cencerro y bala. Enfrente, azules y altas, las montañas de Seattle.

En Port Renfrew compro comida, un cazo y un hacha para cortar leña. La motillo no puede con las cuestas. Llego a oscuras al bosque. Hago un círculo con los cantos rodados de la playa y, en él, un pequeño fuego. Ceno sentado en un tronco, mirando para Seattle y arriba las estrellas. Me bebo un gin canada dry de gengibre, que me sabe a gloria. Hace fresquito y me acuerdo de Beni. Uno puede inspeccionarse como si fuera un extraño y, quizás, me vaya haciendo mayor.