He quedado con Alfonso para ver una exposición. Estamos en una isla balear y tomamos el sol tranquilamente charlando y mirando a la chavalería sentados en unas grandes piedras que hay en la acera. Cuando nos damos cuenta son casi las cinco de la tarde y hemos quedado para ir a un museo subterráneo que cierra a las seis. La visita no tiene un recorrido fácil. Hay que colgarse de las paredes de piedra y dar algún gran salto para pasar de un lado a otro. Seguimos a una guía que nos enseña los trucos para poder hacer el recorrido. En un momento dado se va la luz y no sólo es imposible ver la exposición, sino que también corremos peligro dada la dificultad del trayecto y lo débiles que son las luces de emergencia. La guía trata de restarle importancia con una simpatía que hasta ahora no gastaba. Nos dice que en realidad es una expo de sensaciones y ésta es una difícil de olvidar. Alfonso pregunta de coña que si a esto se referían cuando publicitaban una exposición sensacional. Le preguntamos si nos devolverán el dinero o nos darán entradas para otro día. Lo mejor es que nos devolvieran el dinero, esto es francamente decepcionante. Pero es posible que sea una más de su catálogo de sensaciones.
La encina.
Es difícil hacer una foto de un grupo tan numeroso en este restaurante tan estrecho. Trato de meter a todos en el encuadre de la pantalla. No paran de moverse, tirar cosas como niños y pasar por delante. Finalmente la foto es un caos. Tengo que gritar para poner orden. Aunque son ya mayorcitos, esto parece un colegio. Van sentándose espectadores en unas sillas de hierro que trajeron de sus casas, como si de una procesión se tratara, y ya no tengo un sitio donde ponerme lo suficientemente lejos como para que quepan todos. Nos han invadido. Propongo salir a la calle, a la Vereda. Va quedando menos gente del grupo y se va haciendo de noche. Se agolpan en una fachada pero la farola está averiada y da una luz intermitente. Está mejor iluminado un huerto anexo con una tierra muy roja y unos cuantos árboles. Pero hay que saltar la valla, que, afortunadamente, no es demasiado alta. Aparece la policía municipal y se asoma por encima de la valla. Ya han sacado la libreta de las multas del bolsillo y apretan el botón para que salga la punta del bolígrafo como siguiendo un rito. Yo miro la pantalla del móvil y, con la mano que me queda libre, trato de congelar la escena, les pido un instante de calma. Estoy a punto de conseguirlo. El grupo se ha puesto debajo de un hermoso árbol, una encina gigante, espectacular, que parece abrazarlos a todos.
La inscripción
Me apunto a un curso para parados en el Ayuntamiento de Bolaños. La oficina es realmente cochambrosa. Huele a naftalina. Las mesas son metálicas, pintadas de gris, y con la encimera de formica con el canto dorado a punto de levantarse. Un funcionario, indiferente a nuestro negociado, marea los papeles con los dedos manchados de tabaco y con un cigarro en la boca. Hay una especie de pequeño perchero para sellos de caucho desgastados. Alguien le echa el aliento a alguno de ellos para imprimir su contenido. Me dicen que no pueden pagarme el curso por completo porque no hay presupuesto. Trato de negociar la parte que me queda. Barajo posibilidades. Después de un rato de gitaneo llegamos a un acuerdo pichulero. Pero ahora hay que hacer los papeles. La fotocopiadora no siempre funciona. Al botón hay que meterle un palillo de dientes para que se quede pulsado y la puerta del papel hay que mantenerla metida en ángulo. Apretamos entre la señora y yo. Ella agita la máquina para apurar el toner mientras reza una oración y yo hago un movimiento con los dedos como echando los polvos de la hermana Celestina. No sé qué saldrá de todo esto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario