viernes, 6 de octubre de 2023

eterno amor

    Lemuel no hablaba. Yo sabía que me escuchaba porque oía su respiración al otro lado de la puerta e incluso me parecía advertir el sonido de sus dedos sobre el teclado cuando respondía a mis comentarios. Llevándose las manos a la boca para entrar en calor. Así le imaginaba. Soportando las punzadas del frío en los pulmones porque siempre hacía frío en el interior de la casa a la que habíamos ido a parar, ubicada en la ladera de un monte, cimentada sobre uno de los escalones robados a la dispersión natural de rocas y raíces. Tendría el pelo claro pero sucio. Sería alto. Y desconfiado. También él podría haber salido a rezar a los pasillos con los otros hijos. Dejarse tocar. Zambullirse en el aire puro que se respiraba en los patios y hacer deporte. Practicar una segunda lengua y una tercera. Contar las pastillas de la noche sobre la palma de una mano, y después regresar a su encierro para tomárselas. Pero prefería quedarse dentro, sentado en el suelo, sin moverse. Con una manta echada por encima (así me lo imaginaba yo). Como si en el exterior no hubiera nada que ver.
Pilar Adón en Eterno amor, editorial Páginas de espuma, Madrid 2021

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