Subimos y bajamos haciendo curvas por la Tramuntana. Encinas, pinos, algarrobos y viejos olivos, Paramos en el mirador de Sa Foradada para ver la línea de la costa abrupta haciendo espuma contra las rocas. Se le llama así a una península de rocas que avanza sobre el mar como un gusano, y en la cabeza tiene un agujero horadado, como si fueran ojos transparentes. A su lado descansa un velero, el agua es tan transparente que parece que levita. Muy cerca está Deià. Casas color tierra cubiertas de teja árabe entreveradas con vegetación, donde destaca la verticalidad de palmeras y cipreses. Las fachadas de piedra y barro reservan en blanco los marcos de puertas y ventanas. Las más bonitas son aquellas gastadas por el uso y que no huelen a vacaciones ni a turista. A veces junto a una pequeña huerta y un porche cubierto de palmas. Arriba del todo, está la iglesia y el cementerio. Un cementerio pequeñito con pequeñas losas con nombres extranjeros como el pintor Mark K. Heine o el poeta Robert Graves.
Resulta agradable callejear, pero sobre todo recorrer la casa del poeta como intrusos solitarios cotilleando su cocina, la cama donde reposaba, la mesa sobre la que escribía, pero, sobre todo, todos esos pequeños objetos con los que se rodeaba: cuadernos, lapiceros, cuadros en las paredes, una pequeña escultura etrusca, la lupa, las gafas, la taza de café, los libros, las palancanas del fregadero, las botellas de whisky y de sifón. El huerto y los olivos.
Acabamos comiendo ricos calamares y ensalada en la terraza de una trattoría con una camarera simpática.
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