puerto de sóller
Una de las peores cosas que te pueden pasar es el puerto de Sóller un domingo en el mes de julio, un segundo Sóller literalmente lleno de bañistas y guiris despreocupados del dinero que los nativos puedan robarles. Puerto y playa a la vez en un reducido espacio que reúne todo aquello en que soñamos mientras apretamos tornillos en la fábrica: sol, playa, barcos de recreo, dos faros, un decorado de montaña con un horizonte vegetal, chicas en tanga, fornidos jovenzuelos llenos de tatuajes, niños juguetones, adolescentes posando para su móvil, terrazas a pie de playa con precios desorbitados, muchas muchas sombrillas y hamacas y aparatos inflables para llenar de color el agua, mosquitos agarrados a los tobillos, tiendas de pequeños objetos inútiles y también sombreros, calor y más calor, alguna palmera, un parking de varios pisos por un módico precio, un tranvía de madera llamado deseo, paella o arroz negro y, finalmente, una televisión de miles de pulgadas donde ver al jovencito Alcaraz derrotar al engreído negacionista Novak. Desde el auto en el que trabajo como taxista, tras el cristal, pienso en este mundo. Ellos lo aguantarán todo, pero nosotros no. Nosotros sobramos. El cambio climático, todos estos horribles efectos que ya está causando, creará una nueva especie morena y en tanga que hará una vida anfibia entre el agua y la arena, con una seudopellica protectora del 50 y que se alimentará básicamente de paella y ensaimadas. Creo que no sobreviviré.
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