Visitamos el Rastro bajo la lluvia, de almoneda en almoneda. Pillamos un taburete y un resfriado. Las amarillas hojas del ginkgo caen con el peso del agua.
Por la tarde quedamos a tomar un café con Toña en El secuestrador de besos, una especie de salón de té bonaerense con muebles de segunda mano donde ponen dulces y pinchos para salir del paso mientras se charla. En la espera, me pongo a dibujar. Viene sin sus famosas gafas pintadas, que ya ha desterrado. Sus palabras van dando botes con una especie de alegría ideológica oriental. Luego saludamos a Mamen y Yeye, también bajo la lluvia.
Corren ríos de agua por la cuesta de adoquines, que brillan reflejando las farolas de la plaza. Algunos mendigos toman café en las mesas del hall de ese gran súper que abre las veinticuatro horas. Recuerdo algunas interminables noches en el Drugstore de Fuencarral. Afortunadamente, la nueva casa nos espera caliente, como el horno de una vieja panadería.
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