Desde que el hombre es hombre, éste siempre ha sobrevalorado los objetos, su capacidad para aportar dicha. Siempre los ha envuelto y confundido con su comprensión incompleta del mundo. Los objetos se multiplican ya a un ritmo exponencial, amenazan con inundar cada paisaje (como el caso de los plásticos). La importancia de los objetos para el hombre primitivo se aprecia por ejemplo en la existencia de los ajuares funerarios, en su deseo de ser acompañado en el tránsito de la muerte por determinados elementos que fueron para él importantes en vida o que ilustraban su estatus o el aprecio de sus allegados. En el cristianismo inicial se intentó fomentar el desapego hacia los objetos materiales, que dejaron de formar parte también de los enterramientos. Los objetos han sido con frecuencia usados para interrelacionar generaciones, ayudando a no olvidar a los familiares fallecidos o a los personajes ilustres. Al interactuar con los objetos, no debe perderse nunca la perspectiva humana, no deben colocarse las cosas por encima de las personas, por si acaso a la conciencia le diera por interpelarnos.
Los problemas personales que generan las acumulaciones de objetos han sido recientemente tratados por programas televisivos, y están en la base de un libro de gran éxito, “La magia del orden”, en el que su autora, la japonesa Marie Kondo, traza una especie de relación entre la vida plena y la compañía de pocos objetos, supervivientes de duras cribas y colocados de modo armónico. No comparto con ella la eliminación tan radical de numerosos objetos, estando mi postura más del lado de los coleccionistas. Pero sí que suscribo lo que ella indica con respecto al orden y su efecto psicológico beneficioso. Me sorprendió el hecho de que antes de tirar un objeto ella se despide agradecida de él por los servicios prestados. Me recordó que yo hacía algo parecido cada vez que tiraba mis botas destrozadas de fútbol-sala. Parece que en la tradición japonesa se da cierto diálogo entre los objetos y su propietario, atribuciones que convertirían a los objetos en distribuidores de buenas o malas sensaciones, en función principalmente de las connotaciones que nosotros mismos les añadimos. En la mentalidad japonesa tradicional se considera que muchos objetos están dotados de cierta ánima, especialmente los muñecos, a los que se les hace incluso despedidas rituales.
No es una coincidencia que las medidas tan extremas, ahora muy popularizadas, de tirar a la basura tantos objetos innecesarios para poder ser más feliz provengan de Japón, ya que allí el espacio es un problema de gran importancia, al tratarse de un país superpoblado. El exagerar a la hora de querer tirar cosas puede hacer que se pierdan irremediablemente elementos de gran valor sentimental, de cierto valor económico, de carácter histórico, de interés documental… En países menos desarrollados la gente se piensa mucho más eso de tirar los objetos, al no poder suplirlos en caso necesario con tanta facilidad. Un fenómeno curioso fueron las llamadas hogueras de las vanidades, esporádicamente organizadas en las ciudades italianas del siglo XV dentro de un movimiento espiritual renovador y rigorista, el cual provocó que fueran consumidos por el fuego instrumentos musicales, obras de arte, vestidos caros, piezas refinadas y otros muchos objetos, considerados como exaltaciones de lo mundano. La más célebre de estas hogueras fue la impulsada por Savonarola en Florencia durante el carnaval de 1497. En cambio lo que se quema aún hoy en día en las hogueras de la noche de San Juan son muebles y trastos viejos para representar el deseo de renovación vital. Precisamente este santo, San Juan Bautista, es paradigma del desapego hacia las cosas y de la frugalidad, al haber pasado bastante tiempo en parajes semidesérticos, alimentándose de miel e insectos.
La colocación equilibrada de los objetos cotidianos en el espacio familiar disponible para que genere formas de vida más saludables es uno de los aspectos tratados desde hace siglos por el feng shui, disciplina surgida en China. Sus técnicas pretenden atraer la buena fortuna. Los coleccionistas, para poder disfrutar más de los objetos que han ido acumulando con el tiempo, deben intentar resolver bien el reto de clasificar y ordenar adecuadamente todo ese material, disponiéndolo de forma que cualquier pieza buscada sea fácilmente accesible. A la vez, la libre circulación por la casa, convertida casi en museo, no debe quedar menoscabada, para lo cual se hacen imprescindibles las estanterías, las cajoneras, las vitrinas, los planeros… Uno de los aspectos más interesantes de coleccionar objetos antiguos de pequeño tamaño y gran durabilidad es el viaje temporal que se realiza al examinarlos, fechándolos, contextualizándolos, limpiándolos… La pequeña pieza se convierte en nexo de unión entre el ciudadano actual y la generación que la creó y puso en circulación. Imaginemos por ejemplo las peripecias de una moneda tardorromana, las distintas personas de esa época que la tuvieron en sus manos, hasta que un día una de esas personas vio con sus propios ojos llegar a los jinetes de los pueblos bárbaros, que siguieron admitiendo este tipo de piezas en sus transacciones. Las convulsiones generadas en los estamentos del poder hicieron menos sistemáticas las recogidas del viejo numerario para los procesos de reacuñación, gracias a lo cual muchas de esas monedas bajoimperiales pudieron seguir existiendo, llegando en bastantes casos hasta la actualidad. Si es cierto que puede establecerse un diálogo entre los objetos y las personas, entonces las cosas antiguas tienen más que contarnos, puesto que ha sido más dilatada su existencia, y tal vez, y ahí está lo emocionante, pueden decirnos más sobre otras personas que vivieron hace mucho.
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