Después de atravesar el control de maletas, bolsos y abrigos, pasamos el de los billetes. Una pistola láser ilumina de rojo un código de barras. Las puertas del tren se abren automáticamente y entramos en manada. Hay una gran confusión con los vagones y los asientos. Algún burócrata gracioso, o vago, lo ha liado todo y nadie encuentra su sitio. La gente va y viene despistada. Alguien dice que no existen esos números en los coches indicados, que no es la primera vez que ocurre y que lo mejor es sentarse en cualquier plaza libre. El revisor no pasará. Los viajeros se van sentando poco a poco desconfiados.
Llegamos a la Gran Estación. Los viajeros bajan con prisas, apelotonadamente, empujándose. Hacen rodar unas grandes maletas siguiendo las flechas de salida y luego las que indican el metro, un rectágulo azul dentro de un rombo rojo, entre un montón de tiendas custodiadas por la policía. Para pasar hay que cruzar unos tornos como los de contar ovejas. Para otro tren. Las puertas resoplan al abrirse. La gente se empuja para conseguir un hueco. Lee o escribe en los teléfonos móviles, todos en silencio. Nos olemos y nos tocamos unos a otros sin querer.
Los altavoces anuncian estaciones y transbordos. Reconocemos el nombre del nuestro. Al salir del vagón tenemos la sensación de haber sido vomitados y dejar el convoy a gusto. Todos subimos las escaleras con tristeza, en silencio. Hay una ola de cabezas en la sombra a medida que avanzamos. Fin de trayecto, por favor desalojen el tren, dice los altavoces. Subimos unas escaleras metálicas en fila india adelantando los que se han parado a la derecha, con bolsas o carritos.
En la calle suenan las sirenas. La gente se agolpa en la puerta del autobús. Optamos por caminar. Todo el mundo tiene prisa. Un paseante rojo y luminoso nos impide cruzar la calle. Cuando se pone verde todos salen como en el inicio de una carrera. Los conductores de los coches parados se miran el reloj impacientes. Nosotros no tenemos tanta prisa; pero cuando de golpe se hace intermitente a ritmo de un sonido cíclico, date prisa parece decir, nos obligan a correr. Y todo el mundo quiere adelantarte empujando y dando codazos.
Cuando enciendo un cigarro me miran con recelo. En la plagada acera sólo vemos espaldas, que hemos de seguir pues arrean por detrás. Una parada podría ser desastrosa. Sólo podríamos hacerlo en los márgenes donde, a pesar del frío, se pone la gente que vende tonterías. Todos llevan un teléfono en la mano. Hablan solos u oyen música.
Llegamos a la clínica. Traspasamos una verja donde pone: Propiedad privada. Hay una cola delante de un monitor. La gente mete una tarjeta por la ranura a cambio de un papelillo. En el nuestro pone: Turno DZ2 Sala B. La sala B está repleta de gente en silencio mirando el móvil y un gran monitor lleno de letras y números difíciles de descifrar. De vez en cuando suena una nota aguda y la gente levanta la cabeza y miran su papelillo. Hace mucho calor. Las plantas tropicales están mustias. Un mapa lleno de flechas rojas indica un pretendido camino en caso de incendio. Esperamos que nada de eso ocurra. Yo abro un libro clandestino de un coreano del norte que logró sacarlo de su país. Me indigno ante esa sociedad que describe, tan burocrática, tan policial.
Nuestro turno aparece en el monitor. Nos levantamos. Una médico y su joven ayudante nos esperan sentadas detrás de una mesa. Nos sentamos por nuestra cuenta. Grandes amantes de la química, nos hablan de un montón de principios activos y nos recetan un montón de pastillas. Finalmente salimos contentos. Seguros de que a partir de ahora los caminantes luminosos siempre estarán verdes, que la gente nos saludará por la calle, que cambiarán su indumentaria gris con la primavera, que saldrá el sol y no será necesaria tanta tristeza. Y los del SAMUR no tendrán que reanimarnos.
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