Caminamos tranquilamente por el Parque de la Alameda, con sus hermosos jardines decimonónicos con especies tropicales (algún ejemplar del árbol coral) hasta el Paseo Reding con casas y palacetes de la burguesía de aquel siglo y principios del XX. Regionalistas, parisinos, modernistas... Al final de la calle está el cementerio de la Iglesia Anglicana de St. George, el Cementerio Inglés, cuya belleza radica, a mi modo de ver, en su abandono. Las lápidas enmohecidas, las plantas creciendo entre sus grietas, las esculturas caídas entre la vegetación y todos esos elementos náuticos que recuerdan náufragos y ahogados (los cuerpos de los niños cubiertos de conchas), es algo que me atrae mucho. Allí está la tumba de Robert Boyd, fusilado junto al general Torrijos en la playa de San Andrés y parece que patrocinador del levantamiento, y la de los marineros ahogados en el hundimiento de la Gneisenau, la del gran poeta Jorge Guillén o el escritor Gerald Brenan.
Que cesen aquí los días que me sean concedidos.
En el jardín fragante
que ampara el cristal del mar.
Y siga el verano eterno.
Seguimos por el Paseo Sancha hasta la playa de La Caleta. El sol acaricia. Nos sentamos en la terraza de un chiringuito a no hacer nada. Dibujo por segunda vez a una pareja con la que coincidimos en Casa Lola. Ella, Magda, habla bien castellano, con un fuerte acento francés. Vive en Bélgica con Santo, que es italiano. Nos acercan unas almendras tostadas. Nos quedamos a comer sardinas y calamares. El agua brilla. Un barco gigante se acerca al puerto, es el ferry de Melilla.
Nos despedimos de Queti, que se vuelve a Madrid y luego nos tomamos un chocolate con churros en el Tejeringo's, que hoy está más libre. Hace frío y no apetece salir. Me entretengo dibujando concienzudamente el local. Los churros parecen grandes gusanos.
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