Como mucho la gente está dispuesta a aceptar que es mayor. O algo mayor.
En estos tiempos de gimnasios, tintes y cirugía estética, es posible vivir buena parte de la vida sin sentirse viejo ni parecerlo.
Pero un día te falla la rodilla, o el hombro, o la espalda, o la cadera. Se acaban los sofocos; todo se cae. Te salen manchas. El canalillo parece un hueso de melocotón. Has encogido cinco centímetros. Pesas cinco kilos más y no conseguirías perder uno ni aunque te fuera la vida en ello. Las manos ya no funcionan tan bien como antes y no eres capaz de abrir botellas, tarros, envoltorios, sobre todo esos envoltorios que son un molde de plástico rígido. Si te vieras varada en una isla desierta y la comida estuviera envasada en uno de esos moldes de plástico, te morirías de hambre. Tomas tantas pastillas por la mañana que no te queda hueco para desayunar.
Al mismo tiempo, la conversación cambia y se llena de palabras como escáner y resonancia magnética. Ves cáncer por todas partes. Una vez a la semana llega una mala noticia. Una vez al mes hay un funeral. Pierdes amigos cercanos y descubres una de las peores verdades de la vejez: que son irremplazables. Gente que corre siete kilómetros al día y se alimenta solo de frutos secos y frutas del bosque cae fulminada. Gente que se bebe una botella de whisky y se fuma dos paquetes de tabaco al día cae fulminada. De repente has entrado en un sorteo, en el último juego de azar, y tu suerte algún día se acabará. Todo el mundo se muere. No puedes evitarlo. tanto si comes seis almendras al día como si no. Tanto si crees en Dios como si no. —Nora Ephron en No me acuerdo de nada.
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