sábado, 1 de octubre de 2022

camino lebaniego (04) de bielva a cicera


    A pesar de que nos levantamos de noche no conseguimos nunca salir antes de las nueve. Amanece nublado y llovido. Nos preparamos los impermeables. La casa está vacía. Bajamos la cuesta hacia el puente del Arrudo y desayunamos de camino, en la Casona del Nansa, un hostal con buena pinta donde no conseguimos reservar habitación porque Marichalar y su séquito, que hacen el camino a caballo, lo habían cerrado por completo para ellos, según nos cuenta la cocinera. Desayunamos en la terraza.

    La ruta la iniciamos por carretera. Cades, cuya famosa ferrería dejamos para visitarla por la tarde, y una larga cuesta siguiendo el curso del Nansa y luego el río Lamasón, por la Sierra de la Collada y la cuesta Pando. Pasamos por Sobrelapeña, cuya iglesia es tan nueva que no nos acercamos. Seguimos la carretera por el valle del Lamasón hasta La Fuente. Una preciosa bienvenida: la iglesia tardorrománica de Santa Juliana, en cuyo atrio nos comemos la manzana de Eva, con un grupo de peregrinos jovencitos. Desgraciadamente está cerrada. Nos cuentan que la llave la tiene la chica del albergue. Cruzamos el pueblo hasta el edificio, que encontramos cerrado y sin rastro de la dueña de la llave. Una señora mayor, que descansa junto a tres pastores alemanes que parecen gemelos, nos dice que hay hoy una boda y es posible que esté invitada. Un señor que camina con una vaca dice no saber nada y otro jubilado, que siente que no podamos ver lo poco de enseñable que tiene el pueblo, nos enseña el molino de agua que hay enfrente. Damos por imposible Santa Juliana y subimos la dura cuesta empinada hasta el collado de Hoz, con un piso espantoso de cemento lleno de mierdas de vaca y del caballo de Marichalar, que nos lleva la delantera. Pero con unas vistas al valle y el pueblo flipante. A medio camino, vemos allí abajo un coche pequeñito del que sale una mujer pequeñita que abre la puerta del albergue. No estaba invitada a la boda.

    La bajada de la cuesta, de las Navas, es espantosa, llena de piedras y más cagadas de vacas, de caballos y de Marichalar. Cicera, desde arriba, es un pueblo hermoso. Vemos acebos con sus frutos rojos. Un peregrino sube quemado en sentido contrario. No le gustó el camino que trajo. Preferimos no contarle nada sobre el horrible empedrado cagado que le queda por delante. Yo me resbalo y caigo de espaldas. La mochila me amortigua el golpe. El peregrino atufado me ayuda a levantarme.

     La primera casa de Cicera es el albergue, donde solo hay un peregrino de Marbella. El pueblo da gusto, una agrupación de casas de piedra, calles estrechas, una plaza con una parada de autobús que es el lugar de reunión de los jubilados. Un bar cerrado. Frente a la iglesia, está nuestro hostal: El Molino de Cicera, una casa de piedra de cuatro plantas llena de fantasmas escondidos tras las puertas y con escaleras crujientes. Nuria, la gobernanta, nos la enseña. El salón tiene muebles de rancio abolengo. El bar, en el jardín, está cerrado a cal y canto.

    Corremos a comer a Linares, que es el único pueblo de la zona con bar. Se lo recomendó a Pepi ese señor que recorre todos estos pueblos con un pequeño camión vendiendo comida, helados, artículos de limpieza y otras cosas necesarias. Tiene, además un comedor en la primera planta. Un señor que se parece a Fernando Romay, con una templanza y eficacia envidiables, nos sirve un potaje de garbanzos, nos deja la cazuela sobre la mesa, y un filete de ternera super tierna; una gozada. El ambiente de casa de comidas donde se juntan señoronas y curritos nos encanta. El menú es muy barato.

    La chimenea de la casa está apagada. Le pedimos que la encienda y nos prende la calefacción. Nuestra habitación está en el ático; dos camas y un sofá la llenan. Hay humedad y algún crujido fantasmal, que creemos localizar en la única habitación que tiene llave.

    Visitamos la ferrería de Cades, una fábrica de lingotes de hierro a partir del mineral que funcionaba, y funciona, mecánicamente con el agua de río Nansa, como un molino. Se terminó de construir en 1852. El agua mueve dos ruedas que, a su vez, mueven los fuelles que calientan el mineral y un martillo gigante que da forma al hierro sobre un yunque, y luego el molino de maíz, del mismo dueño, que usaba un mecanismo parecido. Impresiona imaginar a los obreros viviendo entre el estruendo y el humo.

    De allí nos vamos al mirador de Santa Catalina, un balcón miedoso sobre el desfiladero de La Hermida. Aprieta la lluvia y nos quedamos helados. Ángel dice eso de admiraros que nos vamos. Cuando escampa, damos un paseo por el pueblo, silencioso y oscuro, cruzamos el puente, tocamos sus muros de piedra, respiramos su aire puro. Damos cuenta de las casas habitadas, las de fin de semana y las arruinadas. Los perros nos siguen. Un pueblo sin escuela, sin médico, sin tiendas, sin ni siquiera bar ¿cuánto tiempo puede durar con habitantes?

    Cenamos en la casa de los fantasmas con la chimenea apagada y la calefacción encendida, queso de cabrales, jamón y embutidos, y subimos todos juntitos a la cama. Nos parece oír el martillo de una fragua. Después de dar dos vueltas a la llave, inútil ante estos seres de presencia espiritual,  nos masajeamos los pies con vick vaporub y nos quedamos fritos.

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