José Jáuregui tuvo un almacén de cuellos y puños en la calle de la Montera de Madrid. Se almorzaba todos los días una sopa de ajo y solía atravesar las calles sin mirar, argumentando que era imposible que los vehículos no lo vieran con lo gordo que estaba. Dicen que lloró emocionado cuando el cortejo fúnebre de Prim pasó bajo su balcón.
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