miércoles, 29 de mayo de 2013

un cementerio, una playa sin palmeras, un mal restaurante, cala galdana, una señora desnuda y una pizza sin pudor





Sant Lluis se construyó para los soldados de la guarnición de Maó, para que vivieran junto a los agricultores de la zona. Fueron los franceses, Pepe Botella, los que sacaron los cementerios a las afueras de los pueblos, antes junto a las iglesias, por motivos de salud. El de aquí es muy bonito, con un patio jardín rodeado de panteones encalados con frontispicios neoclásicos y dos patios en la planta sótano rodeados de nichos.

Son Bou tiene una playa inmensa, las chicas toman el sol después de atravesar dunas y dunas. Yo me paseo por el borde del agua hasta el final de la playa, donde hay unos viejos búnkeres y los restos de una basílica paleocristiana. Detrás, y más elevado, está el Cabo de Peñas con grandes acantilados plagados de cuevas, algunas de ellas habitadas. Para bañarse hay que adentrarse mucho pues el agua no sube de los tobillos. La arena es muy fina y el agua transparente con tonos turquesas. Los cubanos se sentirían mejor con unas cuantas palmeras.

El cliente de Javi le recomendó para comer el restaurante N'Aguedet en Es Mercadal, y hemos reservado. Innecesario, pues está casi vacío. Como es caro, decidimos tomar solo segundo plato: arroz con cangrejo, sepias, calamares y conejo con higos. A Beni le repugna el olor de mi plato, con un extraño sabor a quemado. El arroz está pasado y no ha cogido ningún sabor. Las sepias cocidas y recalentadas. Pedimos unos mejillones al vapor, tan malos que vuelven para atrás. Suspenso, cero patatero. Recordamos como recomendable La Minerva, en el puerto de Maó, con un menú excelente de 15 euros.

Bajamos a Cala Galdana, dos calas que convergen en una zona de arena y se vuelven a abrir dejando una roca en el centro. La pared de la izquierda es un cortado de roca blanca salpicado de pinos, con casitas en la meseta superior. En la curva, un monstruoso hotel de la cadena Sol, y en la otra pared otro hotel y una fila de adosados donde viven guiris ya con color cangrejo guisado. Dibujo la playa sentado en las raíces de un pino que me da su sombra. Enseguida estoy rodeado de niños. Tumbonas, colchonetas, sombrillas. Recojo mis cosas y me doy un paseo hacia Cala Macarella. Arriba del acantilado los pinos se tumban con el viento y las rocas están llenas de agujeros, las gaviotas me apabullan gritando tan cerca. Esta cala es preciosa. Todo agreste, salvaje, el agua turquesa, embarcaciones con los cristales ahumados dejan una estela en v. Sigo entre chaparros y lentiscos y luego bajo una escalera de madera. En la arena blanca hay una pareja quemándose los culos y otra chica intentando pescar la cena. Dibujo sentado en un tronco seco. Hay también una familia, la madre parece que vive desnuda, sin pudor habla con una amiga vestida a la que acaba de ver como si estuvieran en el mercado. Le pregunta cómo lleva la separación, el sicólogo y el blablablá rumble que te rumble. Vuelvo con la directa y llego arañado.

Intentamos cenar en el mirador de Maó, pero está cerrado y cenamos pizzas. Hablan de las últimas separaciones. Yo recuerdo a las amigas de la playa ahora y pienso que quizá el pudor (¿la extrañeza?) sea la sal del sexo.

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