domingo, 19 de mayo de 2013

entraron en el jardín



y ni se fijaron en el manto de fuertes verde y amarillo de las ahulagas salpicadas de flores blancas de la pringosa, mirando al Oeste. Pasaron pisando las collejas al borde del camino, ignorando coscojas, enebros, gallos, achicorias, campanillas, lentiscos, tamujos, perpetuas siemprevivas, labiérnagas, gamonitos, durillos, gordolobos, hiniestas y hasta las enormes esferas amarillas de la caña culebrera. No sintieron ese olor que traía el viento de tomillos, romeros, mejoranas, lavándulas, hinojos y rudas; el mismo que mecía fresnos, junquillos, adelfas, juncias y tarayes junto al rumor del agua, que no logró atravesar sus cristales. Ni la monumental puerta de castaños, ni aquel paraíso de madroños, yedras, zarzas y vides salvajes abrazados, regalándose campanillas, lirios azules, jazmines silvestres, espuelas, amapolas moradas, aros y peonías entre vainas de garbancillos, zarzaparrilla, tomatillos negros y zanahorias silvestres les mereció una pausa en la risa, un segundo de su vida acelerada ahora presa en aquel vehículo de aspecto funerario y de enormes ruedas que desaparecía tras el collado.       

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