Paseamos por una calle con los pisos de adoquines de basalto brillante. Las fachadas blancas ocre de las casas están llenas de esconchajos y chorreones de tierra. Debemos estar visitando un pueblo de tradición alfarera en una de esas actividades que organiza la Escuela de Cerámica de La Moncloa. Ana Cano, la profe, ha preparado aquí una especie de examen de dibujo, en una estancia grande, como un granero, con las vigas de madera vistas en el techo y las altas paredes encaladas. Hay demasiados alumnos, a los que se han añadido algunos paisanos. Beni también participa. Como siempre, me hago un lío con los archeles y hay un bote de pinceles que no aparece. Pienso si los cogió Beni. El caso es que las mesas ya están todas ocupadas y las vacías están reservadas con un papel con un nombre. Le comento a Ana que esto de poner el nombre es como el que pincha la sombrilla en la playa o manda al abuelo. Afortunadamente algunos paisanos han ofrecido sus casas y sus mesas para que todos podamos examinarnos. Entramos a una casa con un patio que me resulta familiar. En la planta baja están todas las mesas ocupadas. Subo a la planta de arriba siguiendo a Ana. Aquí si hay mesas libres.
Esta planta es la casa de mis padres, en Bolaños. Las primeras mesas libres son la mesa camilla y una auxiliar que tiene un candelabro de aceite hecho en bronce. Me pido la mesa camilla que, además, tiene el brasero encendido. Aquí mismo estudiaba por la mañana temprano los libros de Bachillerato. De golpe identifico aquel silencio de la madrugada, aquella atmósfera y su olor. Para dibujar mejor le quito las sayas de invierno y la dejo desnuda, en la madera. Ana me dice que Beni está ahí. Me acerco a la habitación del fondo. Allí está, dibujando un elefante de muchos colores, y también José María Plata, que también dibuja. Esa fue la habitación donde yo dormía y leía los comics de Los Vengadores que le prestaban a mi hermano Javi. Las colchas de lana negra con cuadratines llenos de colores, las cabeceras de las camas compañeras con la mesa, con cuadratines rojos. Le cojo unos cuantos pinceles que tiene encima de la cama y me vuelvo a mi sitio.
Mi hermano Carlos está en el sofá hablando con alguien más, quizás Maru. Esto se parece más a una escena familiar que a un examen. De golpe, a través de la pared, aparece Guillermo, con un color de cara sonrosado y esos tonos de las fotos en color de la Kodak Instamatic, mi primera cámara de fotos y que compré allá por el año 72. Entonces me encaro con Carlos y le digo esto tiene que ser un sueño porque Guillermo murió el año pasado. Carlos concibe que si un sueño se tuerce puede arreglarlo desde dentro, puede arreglarlo como si su personaje pudiera estar dentro y fuera a la vez soñándolo. Otra prueba de que esto que está pasando es un sueño son los colores, fíjate, son los colores de las primeras fotos en color, incluso esa falta de definición, como todo envuelto en una atmósfera soleada, amarillenta, verdosa, que pertenece a otro tiempo. Carlos me da la razón, pero como a los tontos, como para no discutir. Y es que este Carlos no es realmente mi hermano Carlos sino un personaje de mi sueño, como un actor que hace de él y no conoce las conversaciones que hemos tenido fuera de este sueño.
El caso es que veo todo tan falso y lioso, tan de sueño, que decido despertar.
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