Marhuenda era el patito feo que seguía la estela de los Tres Tenores de la información, Cebrián, Jota y Ansón, pero aunque se esforzaba en imitarlos, carecía de su carisma o consideración. A cambio ofrecía al Gobierno una entrega sin condiciones que le abría todas las puertas y que en nuestro país incluso iba acompañada de cierto estatus. El ministro del Interior, Jorge Fernández, mi frustrada garganta profunda en el caso Isabel Pantoja y fontanero jefe de Las Cloacas del Estado, le había nombrado comisario honorario de la Policía Nacional; Rajoy lo recibía en Moncloa con los brazos abiertos y el IBEX patrocinaba sus eventos, concediéndole prioridad en Los Acuerdos. El comisario participaba en una media de ocho tertulias semanales y a mí aquello me producía asombro, porque yo solo iba a dos y me angustiaba estar quitándole tiempo al diario. Ni siquiera cuando se difundieron grabaciones en las que se jactaba de manipular su periódico para presionar a políticos -"ya nos hemos inventado una cosa muy buena para darle una leche", decía de la presidenta de Madrid, Cristina Cifuentes-, el último de los "ministroperiodistas" perdió su posición en los platós.
-Yo creo en el periodismo ideológico -me dijo en una ocasión, en un receso publicitario del programa de Carlos Ansina en Onda Cero.
Y al escucharlo pensé que quizá El Cardenal se había equivocado (al nombrarme director de El Mundo) y que su hombre era Marhuenda. Un personaje sin talento para la política o el periodismo, pero que había fusionado ambas especialidades hasta convertirse en el favorito del poder y estrella del circo televisivo, donde era arrojado a la arena del periodismo de entretenimiento para que riñera con tragasables de la izquierda, que también los había en abundancia, y el espectáculo no decayera. El Comisario era el tipo de director que demandaban los tiempos.
David Jiménez, exdirector de El Mundo, en El Director, Libros del K.O. Madrid 2019.