En la Estación Pit siempre un xuco tocaba en el pasillo verde. Violandis, flauteros o fonos ponían el casco en las planchas de acero ocultando su gesto avergonzado entre los andrajos de sus piernas. Aquella noche habían escrito
te hecho de menos con spray negro. Yo le pegaba patadas a un viejo chip de un hp 4005 y me sentía impotente y deprimido, con un presentimiento agobiante de que aquella gente igual y las grandes columnas de las celdas me caerían encima como un bloque de titanio. Me tomé el último B2 y me senté en un clinin. Los críos hacían rabiar a los más pequeños. Jugaban a aniquilamientos cerebrales con pistolas de vidrio ligero, y se desacoplaban de risa cuando un invidente chocó con la señal de pista. Los transeúntes seguían las indicaciones como robots. Estaba agarrotado de miedo y, otra vez, la bolsa de aire me vació los intestinos. Me sentí 99 y derrotado. Mi ojo de cristal supuró un líquido transparente. ¿Quién era yo tan extraño en un mundo de cables? ¿Qué había sido de Vienna?
Mis dedos temblorosos buscaron el botón rojo del estallido.
Dibujo y texto encontrados en un viejo cuaderno de una estancia en el Hospital Provincial de Mestre en los años ochenta; seguramente que oyendo Vienna de Ultravox Antes de quemarlo, lo rescato.
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