miércoles, 21 de septiembre de 2016

a kiruna






Nos despertamos a las seis, vuelve a hacer un día estupendo. Desayunamos copiosamente arenques con mostaza, quesos, beicon con patatas y huevos y fruta. Un marroquí nos lleva en un taxi sin poner el contador. Hace una parada para tomarse una hamburguesa. Nos dice que es la hora de su desayuno. El aeropuerto está a 45 kilómetros. El campo está lleno de abetos y arces amarillos, verdes y rojos. Los castaños de indias enrojecen. Los álamos negros circulares parecen inmensas columnas de hojas. Le digo que ponga el taximeter, pero es un jeta. Dice que el viaje al aeropuerto son 500 coronas, pero que me lo deja en 350, pero se lo dejo en 320, una pasada, unas 5400 pesetas, un robo. Y tengo que estar agradecido. El avión es pequeño, de seis filas a lo ancho. La compañía es Falcon. El halcón es el animal que simboliza a Kiruna.

Estos días estaba notando algo raro en mi boca, movía los dientes de una forma extraña al comer, de forma asimétrica. Tampoco puedo escupir frontalmente. Beni me lo nota. Es una especie de parálisis facial. Al abrir la boca tampoco lo hago de forma simétrica, no sé si por la muela o este fuerte dolor de oídos que me provoca el cambio de presión. Mi firme decisión es pasar del asunto hasta mi vuelta a Bolaños. Estamos totalmente de vacaciones.

La superficie que volamos es un inmenso bosque verde con infinidad de lagos donde unas casitas a las orillas brillan. Los lagos forman líneas discontinuas paralelas y a la vez paralelas a los ríos, supongo que siguiendo la dirección de las cordilleras. Al pasar las montañas, perdemos altura y llegamos a una zona extraña, plana.

Kiruna es la mayor y más densa población (26.000 habitantes para una extensión como media Suiza) de Laponia, cuyos habitantes son esencialmente nómadas, pastores de renos. Esta población se creó por el auge de la minería del hierro. Su mina es la más grande del mundo bajo tierra. Tiene una línea férrea hasta el puerto de Narvik, Noruega, que se construyó para el transporte del mineral. No hubo otra forma de llegar hasta que en 1984 se construyó la carretera. Al sur, está el lago Louisajärvi; y a orillas del río Vittangi hay una estación de investigación espacial, que recuerdan con un cartel de bienvenida en el aeropuerto.

Nos reciben miles de árboles alrededor de un aeropuerto pequeño y una guía guapetona y melosa que solo habla inglés. Ha traído su coche. Somos demasiado impulsivos para ella metiendo las maletas. Hay que esperar a que el hidráulico abra el portón sin la intervención humana. No me extraña que todo les dure tanto. Nos lleva al hotel entre casitas de madera rojas y amarillas con los tejados negros y los marcos y barandillas blancos. Hierba verde y abedules que amarillean. El hotel es precioso. Como volver a los cincuenta, con muebles antiguos en muy buen estado. Aquí está el único bar del pueblo.

La guía, Mónica, llama a su amiga María, para hablar en español en la excursión de esta noche. Ella estuvo seis meses estudiando español en la Complutense. Nos dice que le encantó Toledo y también Segovia. El bar es tipo americano y la gente usa vaqueros y ropa americana. Me cobran 900 pesetas por un coñac y una cerveza sin alcohol.

Damos una vuelta por el pueblo. La iglesia, Kiruna kyrka, completamente de madera roja y forma de tipi sami, es impresionante. También visitamos el Museo Samegarden, un museo etnológico sobre los lapones en un edificio moderno con elementos naturales como la madera o los cuernos de reno en los tiradores. Allí vemos el típico tipi lapón, donde los palos se colocan sobre una estructura que posibilita un gran hueco arriba, para la salida de humos y de la gente (podemos imaginarlo cubierto de nieve). En el suelo ponen leña para aislarse del barro del deshielo. La despensa aparte y elevada, con acceso por una escalera labrada en un tronco, como la de los indios iroqueses.

 Nos llevan a un lago cercano donde ver la aurora boreal; pero solo vemos el paisaje. Es decepcionante, no hay aurora. Es un viejo sueño, ver esas cortinas verdes colgadas del cielo, que quizás jamás se cumpla (en realidad, es entre octubre y febrero cuando más probabilidad de verlas existe). Aquí el pasado es reciente, María nos enseña los pioneros: la casa de su abuelo, de 1902, una casa preciosa de troncos de madera, una de las primeras de Laponia. Es una época extraña para el turismo. La Casa de la Cultura es un local donde se juntan los jóvenes.

Al final del día nos dan los billetes hasta Abisko Tourist, entrada al Parque Nacional de Abisko, en la frontera con Noruega. Nos dice que allí nos espera un guía. Luego, nos lleva al hotel.

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