Por los sinfín desengaños de la adolescencia, decidí pasar de las personas y amar los objetos. Ahora, aunque sigo odiando esa forma de educar en la mentira a los chavales, me gustan por otras razones. Los objetos son como palabras de unas generaciones a otras. Y si son bellas, mucho mejor. Entonces son como un bonito relato. Parece que nos comunicamos tocando lo que quién sabe han tocado otros, tiempo ha. Como un maleficio nos atraen y nos resulta difícil abandonarlos, o regalarlos. Quizás de nadie más obtengan ese cariño. Aparecen siempre en alguna caja de la mudanza.
Yo tengo algunas ideas para desprenderme de ellos, como meterlos en cajitas de madera cerradas con cola y clavos. Así se convierten en otros objetos, pero ¡son tan atractivas las cajas que no pueden abrirse!
Otra es regalárselos a Isidro o Pep y que hagan carteles u obras de arte con ellos.
Y otra es fotografiarlos y ponerlos en el blog. Es posible que si existe virtualmente, pueda uno desprenderse del original.
Estos dos objetos los encontré en esos puestos periféricos del Rastro en que un abuelo pone lo que encontró en la basura sobre una tela en el suelo.
El pato es de cartón pintado. Lleva un traje elegante a la francesa de principios del siglo XX (con una preciosa boina roja). Las patas son de madera, se sujetan en un eje interior, por lo que puede andar. Los pies parecen barcos con un toque de las Vanguardias.
El borrico amarillo es de plástico. Las ruedas van de maravilla. Las orejas se mueven.
Sé de ese síndrome de Diógenes. A unos cuantos cualquier día nos sacan de casa.
ResponderEliminarSeguro que a Pep y a Isidro les encantaría el regalo y tarde o temprano lo disfrutaríamos todos.