Hoy viajamos con el Expreso Molina Unión, una luz de esperanza y de progreso por los caminos de Perú. Semicama con monologuistas, vendedoras y paradas en todas las poblaciones y apeaderos agrícolas. Dificil trayecto sobre camino de tierra, si no fuera por el gordito conductor que nos sonríe para disipar nuestro terror diciendo: estáis en buenas manos.
Todo va bien, viendo paisajes impresionantes primero de valles fértiles con huertas donde distingo sólo habas, lechugas y maíz, y después de altas montañas verdes arriba y abajo, vacas, asnos, cabras y ovejas hasta que seguimos un río Mantaro que va hundiéndose. Cuando el camino esta excavado en la montaña a una altura tal que el río queda allí abajo a lo lejos, se nos hace más estrecho (en realidad sólo cabe el bus y en las curvas tiene que hacer maniobra) y nos parece que el gordito van demasiado deprisa. Es un bus especial con las ruedas muy gordas y grandes y muy separadas del coche, su aspecto es de un todo terreno. En algunas curvas se tambalea y da la impresión de que vamos a volcar. Entonces Beni me agarra y grita; pero no llama la atención porque todas las demás también gritan.
El monologuista nos vende purgas contra el acaris. ¿Por qué tomarla en ayunas? ¿No tenemos nosotros hambre por la mañana temprano? Pues así mismito le sucede al gusano.
Beni me propone bajarnos en la primera parada y alquilar un cuatro por cuatro por lo que sea, pero la convenzo de que este señor hace este camino diariamente. A partir del almuerzo, ya no hay tanto peligro. Declina. Montan señoras con gorros y cestas gritando habitas, cancha, agüita de cebada miniña, gelatina gelatiiina, yuca sancochada por un solesito, frito casero calentito por un sol. Definitivamente, esto es más divertido. Paramos en un restaurante (dibujo) de paredes de adobe, techo de lata y suelo de cemento, un niño juega a ser el camarero. Yo como cuy y Beni unas vainas gigantes con una fruta blanca en su interior, rodeando el hueso, y que llaman pakai.
Vamos tan deprisa hacia el abismo que no hay quien dibuje. Penita pues estamos ante los paisajes más rebonitos que haya visto jamás. Los últimos kilómetros se hacen más áridos, las chumberas van perdiendo frente a los grandes cactus tipo oeste americano, opuntia, y zigzaguean bandas de colores en las montañas como en La Quebrada de los Andes argentinos. Desaparecen hasta los eucaliptos, que parece el árbol del país, y lo que más vemos son árboles de la pimienta en el cauce del río.
Desde Huanta ya hay asfalto. Las vendedoras traen ricas empanadas y helados de lúcula. Vemos algunas ferias de ganado animadas y borrachas. Niños que sestean junto a los perros y las ovejas. Mujeres sentadas en las piedras del río.Cultivos de papaya. Pastores con machete. Puentes colgantes de madera y hierro. Casas de adobe. Niños trabajando y viejitas cargando leña. Todos desperdigados como caídos de la mesa del almuerzo de su enorme dios.
Ayacucho es una gran ciudad entre montañas. Las casas van subiendo, al fondo, por las faldas. El Hostal La Crillonesa nos encanta. Tiene la alegría que queremos. Negociamos una habitación arribota del todo, con una terraza donde se ven salir las torres de una infinidad de iglesias sobre casonas bajas que, ahora, empiezan a iluminarse.
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