Por la mañana, mientras Beni duerme, dibujo el Nilo desde la terraza. Las pirámides se ven al fondo. Más tarde paseamos por la Isla de Gezira, en el centro de la ciudad, vemos como los pijillos juegan al polo y la parte antigua, las cercas naranjas y doradas, los azulejos, del Marriot; pero no encontramos mesa libre para tomar el sol en la terraza de su patio jardín. Tampoco encontramos el Harry's, y nos vamos a comer junto al edificio de televisión. Ensalada rica con yogur y cientos de cosas, pero demasiado salada, estofado de pollo picante con cebolla y patatas y un arroz riquísimo con riñoncitos, pasas, almendras, avellanas. El gorro del cocinero es el famoso gorro turco con bonete. Increíble: tienen café expreso, aquí lo normal es que te lo pongan con posos al estilo turco.
Recorremos el Muizz desde la Puerta Norte hasta Al-Azhar. Calles llenas de mezquitas, palacios, celosías impresionantes, casi todo sucio y semi destruido. Todo con una capa de polvo. La contaminación impide ver los edificios más alejados. En la terrazas de Al-Hussein tomamos tés mirando los cinco minaretes iluminados de Al-Azhar, que aparece en la trasera de los billetes de cincuenta piastras.
Vemos a los derviches girar, en el Palacio de El Guri, comprimidos entre la gente. En el camino de vuelta, dibujo algunas cosas que llaman mi atención: un chaval harapiento con un montón de tarrinas sobre su cabeza dando golpes con una cuchara en la bandeja metálica para que le dejen paso, los cojines luminosos que ponen en las bandejas de los coches, la señora que vende tés en los atascos, niños mendigos, una chapa antigua de Pepsi en árabe, las mujeres tapadas completamente a las que solo se ven dos ojos negros ampliados por las gafas y las bicicletas con los equipos de música a tope con dos adolescentes, como todos los del mundo, demostrando su inusitada personalidad. Ningún hilo conecta a esta gente con su pasado faraónico.
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